La máquina de escribir de Hermann Hesse
Mi generación -la de los años 50 en Alemania- no debería tener ídolos. Así al menos me parece a mí. Me crié con pánico de masas, desconfianza total de palabras altisonantes; ‘patria’ era sinónimo de fascismo y ‘uniforme’ de obediencia ciega como coartada de lo que la mayoría silenciosa había consentido que ocurriese en el Tercer Reich. La admiración histérica despertada por grupos como The Beatles o The Rolling Stones me sonaba al rugido de la Alemania de Hitler que felizmente solo he conocido a través del ‘Wochenschau’ (NODO alemán) y de películas bélicas norteamericanas. Rechacé hasta la lectura de los clásicos alemanes (Goethe, Schiller y todo su olimpo germano) por relacionarlos con el nacionalismo de los arios rubios y de ojos azules que habían machacado a sus vecinos dos veces en medio siglo.
Pasaron bastantes años hasta que a través del Juego de los abalorios descubrí a Hermann Hesse: como autor, su estilo es excelente, casi imposible de traducir, diría yo, porque no le sobra ni le falta una palabra, lo cual significa que o te sabes la equivalente en otro idioma o te cargas su pureza inventando expresiones que él no hubiese utilizado. Y no estamos hablando de las grandes obras suyas que en 1946 le merecieron el premio Nobel. Además de sus novelas archifamosas como El Lobo Estepario Hesse escribió relatos cortos cuyo ambiente es tan denso que cuarenta años después de leerlos, todavía percibo el frescor húmedo a sótano mal ventilado que exhalaba la entrada de su casa cuando era adolescente y regresaba a final de curso, descrito así en un relato de juventud. También me merece respeto como pintor: en la posguerra vendía unas delicadas acuarelas de montañas y bosques dedicando los ingresos a los prisioneros de guerra. Y las pintaba en Suiza porque se fue de la Alemania Nazi cuando comprendió que nada podía hacer para detener la locura colectiva que recorría el país.
Le admiro como personaje y como creador pero no sé si recomendar su lectura por la que ha pasado la apisonadora del tiempo. Tiene textos muy válidos todavía, pero otros, sobre todo sus poesías, tienen un trasfondo religioso difícil de asimilar si no se comparte. Eso sí, una vez al año, releo una antología suya para recordarme a mí misma lo bien que suena el idioma alemán de la pluma de mi ídolo, Hermann Hesse.
Dorotea Fulde Benke
Compartimos admiración literaria, incluso la idolatría -aunque comprendo muy bien lo que dices de tu generación-, por esa gran figura de las letras europeas del XX. Nadie, en mi temprana imaginación, impactó tanto como Goethe o Nietzsche, pero nadie me llegó a tocar la fibra del modo en que lo hizo Hesse, aún traducido al español. Debió ser por el traductor. El estilo de Hesse en aquellas novelas era espléndido.