La vejez
La princesa
Érase una vez una princesa que vivía en la segunda planta de un edificio. No recordaba cómo había ido a parar a ese pequeño habitáculo apenas amueblado con lo necesario, y que compartía con un gato siamés de peluche, pero tampoco le importaba mucho. Su memoria estaba llena de palacios suntuosos, bailes extravagantes, comilonas interminables y chismorreos de alta sociedad intercambiados tras el camuflaje de unos abanicos pintados a mano. Bastaba con que cerrara los ojos para situarse en grandes salones donde se movía entre decorados preciosos, rozaba cortinajes de terciopelo y tocaba con su mano tapizados de museo. A veces intentaba recordar algún detalle más de su pasado, pero entonces aumentaban el murmullo de voces y los retazos de música que retumbaban en su cabeza hasta hacerse insoportables, y ella terminaba acurrucada en el armario de ropa entre bolsas y vestidos intentando huir de aquellos ruidos amenazadores.
Para los demás era una viejecita huraña que solo se animaba si alguien la traía revistas de sociedad con reportajes sobre famosos y famosas, que acumulaba en su habitación. Nadie sabía a qué se debía esa obsesión de la anciana porque solo ella conocía su condición de sangre real. Mantenía ese anonimato para protegerse contra la curiosidad de las mujerucas que varias veces al día entraban en su habitación para limpiar, traer comidas insulsas y retirar la bandeja después de un tiempo prudente. Además, todos los días la preguntaban –siempre con la misma inflexión infantil de voz– cómo se encontraba. Luego, sin esperar a que la princesa respondiera, solían sonreír y abrir la ventana con un gesto tan enérgico que resultaba ofensivo. A veces alguna de esas sirvientas la invitaba a dar un paseo por largos pasillos de suelos brillantes, poblados de gente en sillas de ruedas y otros con aparejos que les ayudaban a caminar. Para esas salidas, la princesa nunca se ponía sus joyas falsas ni el traje de baile que guardaba en el armario. Todo lo contrario; cuando la asistenta la recogía, solía esperar junto a la puerta vestida con un abrigo oscuro y desgastado, que cubría a la perfección el camisón que le era más cómodo no quitarse por las mañanas para no tener que ponérselo por las noches.
Tampoco se levantaba todos los días; especialmente en invierno pasaba muchas horas matutinas dormitando al lado del gato siamés de peluche o repasando con avidez alguna de sus revistas favoritas, y hubo tardes en las que no le valía la pena salir de la cama porque el sol ya se estaba poniendo. Con la luz del cuarto apagada, enlazaba entonces días grises con noches oscuras, esperando que la mañana siguiente le ofreciera algún motivo para levantarse.
Un mediodía la princesa descubrió entre los cuencos de su bandeja un papel doblado. Mientras probaba sin ganas la sopa fría y unas cucharadas del puré insípido del almuerzo, miró aturdida la octavilla cuya inmaculada blancura le producía un rechazo casi insuperable. Finalmente se limpió las manos en la servilleta y desdobló la hoja. No vio nada escrito, pero cerrando los ojos pudo leer el mensaje de otra nota recibida hace mucho tiempo: “Espérame al anochecer junto a la fuente.”
Igual que aquella vez, la princesa sintió más miedo que alegría por la nota que había recibido, y hubiera querido decirle a alguien a dónde pensaba ir. Volvió a desear en vano tener un padre juicioso o una madre que la aconsejara con cariño, pero los padres suyos nunca habían estado a su lado, ni en su olvidada infancia, ni ahora cuando hacía tanto tiempo que no los veía, que sus caras apenas recordadas se habían convertido en dos manchas borrosas de una fotografía manoseada.
La tarde avanzaba con parsimonia mientras la luz del sol invernal iba mermando. La hora de la merienda llegó y pasó sin que nadie viniera. Ya oscurecía cuando la princesa abrió el armario y hurgó en las bolsas de plástico hasta sacar su vestido de raso azul medianoche. Se lo puso con dificultad porque había perdido la costumbre de cerrar botones y subir cremalleras. A continuación dio durante unos segundos la luz del cuarto y se miró en el espejo improvisado de la ventana. El vestido con bordados de oro matizados por el paso del tiempo, realzaba su extrema delgadez. También había sido una joven muy esbelta cuando un atardecer se puso un traje nacarado para salir a escondidas. El recuerdo de aquel vestido blanco que acabó desgarrado y manchado, invadió su mente y llorando sin lágrimas tuvo que sentarse en la cama hasta que la imagen volvió a su habitual lugar en el olvido. Luego se levantó, descolgó de un clavo de la puerta una fina cadena dorada con símbolos de Navidad y se la enroscó en la cabeza. Dudó en ponerse o no el abriguito oscuro para no llamar la atención de nadie, pero se decidió en contra y salió al pasillo luciendo por primera vez en mucho tiempo una vestimenta de la que no se avergonzaba.
Como iba sola, no se atrevió a utilizar el ascensor y bajó por las escaleras, desiertas al igual que los pasillos. El momento de su escapada estaba bien elegido: los que –igual que ella– apuraban sus desconectadas vidas de ancianos en pequeños habitáculos, estaban cenando o acostados. Las sirvientas y los mozos se habían reunido en una sala de la planta baja para celebrar la Nochebuena. En su camino hacia la salida, tuvo que pasar por delante de esa sala, pero nadie la vio ni oyó. Cuando alcanzó la corredera exterior al jardín, se asustó como siempre de su apertura automática; luego cruzó el umbral y bajó los escalones al lado de la rampa.
El aire fresco olía a la vegetación del pequeño parque en el que la humedad del suelo había formado capas de escarcha que crujían bajo sus pies. La princesa dejó atrás el cerco luminoso de la puerta y escogió el camino estrecho que iba al estanque. El atardecer todavía conservaba unos vestigios de luz, y después de unos titubeos iniciales, ella se echó a andar de prisa. A su paso, los arbustos cheposos inclinaban sus ramajes hasta el suelo; los árboles estiraban sus desnudas ramas hacia el firmamento reteniendo nubes cargadas de oscuridad; y la princesa pasó entre ellos como una hoja seca llevada por el viento de la tarde.
El banco junto a la fuente estaba vacío. Ahí tendría que haber estado quien le mandara la nota, pero esta vez no hubo nadie. Desconcertada, la princesa se sentó y nada más tocar la madera mojada, echó en falta su abrigo. La tela sedosa y brillante del vestido no le daba calor sino que se despegaba de su cuerpo y aleteaba al capricho de la brisa. Frotándose los brazos con ambas manos, la princesa abrió el álbum de su propia memoria. Vio a una jovencita bordeando una balaustrada de mármol que llevaba hacia una piscina iluminada. A lo lejos sonaba música y se oían voces y risas. La figura oscura que esperaba en un banco bajo la sombra de un gigantesco sauce, aguardaba inmóvil a que se acercase. El adorado nombre de aquel monstruo en los labios, la muchacha se aproximó corriendo.
La anciana se sintió ahogada; respiró con la boca abierta; tosió varias veces. El viento que movía ramas y hojarasca pasó su frío aliento por su nuca para serenarla. Un trapo áspero tapó la boca de la muchacha mientras el hombre, un criado de la casa despedido por robo, manoseó sus pequeños pechos, tiró del vestido blanco que estrenaba, la tumbó en el suelo, la manchó jadeando. Una vida después, la princesa reconstruyó aquella escena, un recuerdo blindado que en todo ese tiempo la había obligado a inventarse su pasado, evadirse de su presente, refugiarse en el mundo carente de riesgo de vidas ajenas, desconsiderar cualquier relación íntima. Vio levantarse aquel hombre que desapareció entre los árboles del parque que rodeaba la casa de la familia. Creyó gritar pero igual que entonces de su boca apenas salió un gemido.
Sentada en el banco, en su vestido arrugado de raso azul medianoche, un disfraz de hada para el carnaval, regalo de una de sus últimas amas en cuya casa había limpiado durante años, veía delante de sí el espejo rizado del estanque en cuyo fondo flotaban su juventud truncada, su madurez estéril, sus experiencias no vividas. De nuevo escuchó música: esta vez eran villancicos cantados dentro del edificio por las personas humildes que la atendían todos los días sin conocer ni comprenderla. El tiempo apremiaba; pronto alguien podría salir a buscarla. Sin más ruido que el de una astilla quebrada, la princesa se levantó y añadió su frío al del estanque donde la encontrarían a la mañana siguiente.
Dorotea Fulde Benke