La Editorial Saco de Huesos acaba de publicar, en el marco de su colección Calabazas en el Trastero (número 22), una antología dedicada a la Dark Space Opera que parece destinada a resarcir a un subgénero especialmente maltratado.
Curiosamente la space opera fue uno de los subgéneros de ciencia ficción que primero se adaptó al cine, y muy especialmente a las florecientes series televisivas. Hasta el punto de que muchos, en una visión sumamente reduccionista, han identificado todo el género con esa rama concreta del mismo. Ese error ha provocado a veces que la ciencia ficción haya sido injustamente considerada un género menor y de escaso valor.
Sin embargo resulta obligado reconocer que, en origen, la space opera nace como un producto de consumo masivo y escasa calidad objetiva. De hecho el término space opera fue acuñado con intenciones claramente peyorativas en 1941 por el escritor Wilson Tucker, significativamente, sobre el patrón del término soap opera que se aplicaba a las telenovelas folletinescas e interminables.
A decir verdad, en la space opera prevalecía, en detrimento de una trama bien articulada, la aventura en sorprendentes escenarios exóticos. El estudio de los personajes era poco menos que inexistente y los autores a menudo se mostraban insuficientemente documentados. Los detalles que habrían ofrecido consistencia a las historias narradas se sacrificaban; por lo general no se trataba de dar suficiente veracidad científica al relato. Así la space opera pasó a ser recordada y juzgada por hechos anecdóticos y poco afortunados, como esas naves similares a estrafalarios secadores de pelo u otros insólitos electrodomésticos que poblaron las primeras incursiones del género en la pequeña pantalla.
De hecho, no pocas veces la space opera, con explicaciones peregrinas y precarias sobre fenómenos complejos, llegó a entrar en franca colisión con lo que la moderna ciencia sabe del espacio y de la vida en él, oponiéndose en buena medida a la ciencia ficción hard. Con el fin de asegurar el entretenimiento, por ejemplo, abundan los viajes interestelares a través de larguísimas distancias que exigirían fuentes de energía y conocimientos técnicos nunca detallados satisfactoriamente. Igualmente se recrean mundos poblados por seres exóticos en planetas cuyos ecosistemas raramente se describen de forma creíble.
En definitiva, el autor no derrocha esfuerzos ni exige tampoco sacrificio alguno al lector, que no se ve obligado a afrontar recursos literarios complejos, y cuya sed de tramas sencillas y lineares se sacia con personajes estereotipados que se alinean en dos bloques claramente diferenciados según se adhieran al eje del mal o del bien. Detalles todos ellos que, en realidad, justifican que la space opera a menudo haya sido subestimada.
Rasgo característico de la space opera es, por tanto, un viaje interplanetario que lleva a descubrir escenarios asombrosos y otras civilizaciones, cuyos intereses a menudo entran en conflicto —por lo general violento y armado— con los exploradores protagonistas, propiciando una serie de aventuras que constituyen el ingrediente principal del género y que suelen extenderse en el tiempo, dando lugar a sagas o a finales abiertos e irresueltos susceptibles de ser continuados en un futuro. Estas fórmulas bastante rígidas hacen que no pocas veces unas obras de space opera nos recuerden a otras, adoleciendo de falta de originalidad.
De común acuerdo se hace comenzar la historia de la space opera en 1928, con la publicación de La estrella apagada (The Skylark of Space), de E .E. Smith, a quien se considera padre del género. En efecto, la space opera surge en el marco de la narrativa pulp desarrollada entre los años veinte y los cuarenta, bajo la influencia del tipo de relatos que se publicaba en estas revistas, donde proliferaron las historias de consumo inmediato sin mayor trascendencia, escritas con excesiva urgencia, discutible calidad literaria y una cierta pobreza argumental.
El subgénero proliferó en los años cuarenta e, indebidamente, el término space opera pasó a definir a las obras de ciencia ficción de peor calidad, cumplieran o no los requisitos necesarios para ser consideradas dentro de esta categoría. Esa situación cambió a mediados de los setenta, coincidiendo con dos hechos fundamentales: la publicación en 1974 de la antología Space Opera, de Brian Aldiss, y el estreno en 1977 de Star Wars, dirigida por George Lucas. Star Wars daría lugar a la saga cinematográfica más popular del género, sobrevivida con sorprendente éxito hasta nuestros días. Otro hito importante para el género lo supuso Dune, que dio lugar a posteriores secuelas literarias y fue llevada al cine por David Lynch (1984). Dune, escrita por Frank Herbert en 1965, cosechó reconocimiento y conjuró antiguos prejuicios en el ámbito literario. La obra ganó la primera edición del Premio Nébula a la mejor novela de ciencia ficción ese mismo año, y recibió el Premio Hugo en 1966.
Un fenómeno similar al de Star Wars se genera alrededor de Star Trek, dirigida por J. J. Abrams —director también de alguna de las películas que componen la saga de Star Wars—, y cuya secuela cinematográfica compuesta por trece películas ha superado con creces las previsiones que pudiese sugerir la serie original de 1966 —que también ha generado secuelas televisivas hasta nuestros días, alcanzando los casi setecientos cincuenta capítulos en estos cincuenta años de historia—.
También Stargate emprendió un camino parecido, aunque bastante más modesto. El fenómeno Stargate nace con la novela escrita por Dean Devlin y adaptada al cine por Roland Emmerich en 1994, y se perpetúa sucesivamente en varias novelas —obra de diversos autores— y series televisivas, a las que hay que añadir un par de películas que salieron directamente en DVD sin pasar por las salas de cine.
Ciertamente la space opera hunde sus raíces en otros géneros que gozaban de larga tradición y sólida reputación, y de los que en ocasiones se muestran digna y legítima heredera literaria. La space opera comparte algunos rasgos con el wéstern y, por el mismo motivo, recupera fórmulas y motivos recurrentes en la historia de la literatura desde las tragedias griegas. El descubrimiento de nuevas fronteras y su colonización es sólo uno de ellos. Un argumento que, por otro lado, también podríamos analizar en clave simbólica, considerándolo descendiente de los viajes iniciáticos o dirigidos a alcanzar la gnosis emprendidos por héroes como Ulises o el Gilgamesh mesopotámico. Un ejemplo perfecto de la estrecha relación que existe entre la space opera y el wéstern lo ofrece Avatar, dirigida por James Cameron. Avatar propone un sofisticado acercamiento a la space opera en clave ecologista y conservacionista, y rinde abiertamente homenaje a la inspiración extraída del antiguo oeste. No parece fortuito que la descripción que ofrece de la tribu Omaticaya, parte del pueblo Na’vi, recuerde tanto a los indios americanos por su vestimenta, sus peinados y tocados, sus pinturas de guerra, su organización social, su estrecha relación con la naturaleza y tantos otros detalles.
En un análisis puramente superficial, se advierte fácilmente la analogía entre el caballo de los vaqueros y la nave espacial de la space opera, el revólver Colt y la pistola láser, la fiebre del oro y el ansia por el comercio interestelar o la explotación minera de lejanos planetas o asteroides… Aunque la space opera también se inspira en las historias de piratas y en la expansión colonialista. No pasan desapercibidas las similitudes entre los exploradores de la época colonial y los exploradores del espacio, o entre los piratas marítimos y los piratas espaciales.
La película Stargate introdujo una innovación en los ingredientes propios de la space opera: la sustitución de las naves espaciales por puertas de acceso a otras dimensiones que permiten la entrada en nuevos mundos. De mayor trascendencia se revela, sin embargo, su afán por ahondar en la teoría del paleocontacto, a la que regresan después abundantemente otras novelas y películas, entre las cuales la reciente Prometheus, dirigida por Ridley Scott. La teoría del paleocontacto se nutre, al menos parcialmente, del creciente interés que manifiesta la ciencia ficción por las ciencias humanas, por la antropología, la historia y la etnología. Un interés que se concreta en el recurso a las antiguas civilizaciones, a sus costumbres, mitología y creencias religiosas como fuente de inspiración.
Paradójicamente, la decadencia que habría cabido augurar a la space opera a medida que, a partir de los sesenta, la ciencia ficción abandonara el interés por la aventura y la fría tecnología para interrogarse sobre el porvenir de las sociedades futuras facilitó, poco a poco, una progresiva evolución del subgénero, que abandona su antigua superficialidad y se vuelve más maduro y quizá más elitista, más exigente con un público que se reduce pero al tiempo también se refina. La nueva space opera se muestra sin duda más compleja que antaño, no le asusta afrontar argumentos trascendentes relacionados con la naturaleza humana o el futuro de la especie. No se presenta ya como un género necesariamente complaciente con el lector, pues a la luz de la actuación humana se ha vuelto necesariamente cínico, desencantado respecto a nuestro incierto futuro e incluso sombrío. Lo que, por otro lado, facilita que algunos de sus exponentes cultiven también el terror y se adentren en la dark space opera. Un magnífico ejemplo de gran éxito en el ámbito cinematográfico lo ofrecen Alien, dirigida por Ridley Scott, y sus secuelas, así como su reciente precuela Prometheus. La saga surgida alrededor de Alien combina el terror, las peculiaridades que definen a la space opera al uso y la reflexión existencial propuesta a menudo en clave simbólica —pensemos en las interpretaciones posibles para el monstruo que sale del interior del ser humano, desgarrándolo—.
De obligada referencia al tratar la dark space opera me parece también Horizonte final, dirigida por Paul W. S. Anderson, que cuenta con un guión particularmente original en el que a los ingrediente anteriores se añade una reflexión escatológica, y donde las inquietudes espirituales encuentran respuesta en un imprevisto viaje al mismísimo infierno. Horizonte final recupera, además, el tópico literario del científico loco, que tanta inspiración ha ofrecido al terror empezando por el clásico Frankenstein.
Actualmente muchos escritores de ciencia ficción son al tiempo matemáticos o físicos, y sus obras se benefician de sus conocimientos científicos. No pocos muestran un marcado interés o incluso una sólida formación en el campo de las ciencias humanas, con las que también enriquecen el género. Así, hoy en día podemos hablar de un resurgimiento de la space opera en clave bastante diversa a la de sus orígenes, y en la que florecen obras como las recogidas en la antología que nos ocupa.
El género, a menudo denostado, recupera una dignidad previamente negada de la mano de autores que tejen con destreza originales historias tras las que no pocas veces se esconden contundentes reivindicaciones.
Algunos de los relatos presentes en la antología que ahora propone Saco de Huesos nos demuestran que los arriesgados viajes por el proceloso espacio desconocido mucho tienen en común con el viaje interior a nuestro propio cerebro, en el que resulta fácil perderse, y que uno de los principales motores que nos concede el valor necesario para emprenderlo es el amor.
Esas criaturas insidiosas que se rebelan contra el ansia colonizadora del presuntuoso ser humano a menudo también se parecen demasiado a nuestros propios y terrestres demonios. Demonios que en algún relato nada tienen de alegórico, sino que se demuestran amenazas atávicas poderosamente vivas aun en los siglos dominados por la razón y la tecnología, poniendo de manifiesto nuestra profunda crisis espiritual y nuestra impotencia para combatir el mal con mayúsculas.
Entre estas páginas encontraremos planetas plagados de temibles predadores que en ocasiones desenmascaran la falta de escrúpulos del hombre, hipócrita y capaz de sacrificar a los de su misma especie en su beneficio con tal de asegurarse la propia supervivencia o simplemente movido por innoble codicia. Porque estos relatos abren la puerta a futuros distópicos en los que la humanidad, por lo general inadaptada, ya no parece tener cabida.
Además el lector amante de la metaficción descubrirá también algún homenaje a los grandes maestros del terror clásico rico en referencias intertextuales, inspiradas esencialmente en el infausto viaje de Drácula a bordo de la nave Deméter que inaugura la oscura colonización vampírica de la Inglaterra victoriana. Demostrando, una vez más, que toda frontera puede ser traspasada.
La antología Dark Space Opera recoge trece sugerentes relatos de diversos autores y cuenta además con una introducción de Erica Gómez Gris y portada obra de María Delgado Prieto.
Ilustraciones:
- Fotograma de Alien: el octavo pasajero
- Herbert James Draper, Ulises y las sirenas
- Fotograma de Horizonte final
Índice:
Amanecer galáctico (Víctor Villanueva Garrido)
La ofrenda (José Luis Alonso)
La octava pasajera (Salomé Guadalupe Ingelmo)
Zona de silencio (Ramón Antonio Suárez Moreno)
Alcatraz 2057 (Miguel Chamizo)
Un siglo de polvo (Ana Nieto Morillo)
Letal dinámica del comportamiento (Javier Fernández Bilbao)
Legado (Juan Miguel Gutiérrez de la Solana Sánchez)
El último vuelo de Ícaro (Juan Ángel Laguna Edroso)
El trabajo de Elsa Ward (Jesús Ayuso)
Nunca regresaré a Tebas (María Tordera)
Planeta arquetipo (Pablo Loperena)
Una idea ridícula (José Manuel Fernández Aguilera)