¿Chateamos? Ya no temas, te cuento, es muy… muy fácil:
a la webcam te acercas con tu mirada grácil
y entonces simplemente comienzas a charlar.
Yo también me le arrimo ya a esta máquina tonta
y, fingiendo sentirte, mi boca ya se apronta
y te imagina cerca, mas te comienza a hablar.
Se empieza simplemente, casi como si nada,
simulas que estoy cerca, te haces la enamorada,
sonríes y me cuentas lo contenta que estás;
yo respondo «igualmente», aprovecho y te miento,
te finjo mi alegría, te escondo mi lamento
(sé elegir las palabras, jamás digo «jamás»).
Decimos vaguedades –no es bueno en estas lides
trillar mucho los campos, pretender sembrar vides–,
cosas sin importancia, sin mucho que esperar;
me cuentas que en tu pueblo ya ha salido la luna,
que es una noche clara, casi como ninguna,
te digo: «en Buenos Aires comenzó a lloviznar».
Nos ponemos muy serios y hablamos de poesía,
después tú me recitas –me digo: «ya sabía…
en sus labios renacen los versos que olvidé»–.
Luego yo te interrumpo, digo alguna locura,
pruebo a morder mi lengua con inútil premura…
te hago llorar de risa… mas pienso: «lo logré».
Hay un instante tenso, allí los dos callamos
y el silencio nos cuenta lo tan lejos que estamos,
lo tarde que se ha hecho para ti y para mí.
Y así estiras tu mano, se agranda en mi pantalla,
me dices «ya es la hora y es bueno que me vaya»,
y estirando mis dedos te contesto que sí.
A través de la nada juntamos nuestras palmas,
me pregunto si acaso se tocarán las almas,
si el messenger contiene tan sagrada función.
Me acotas «hasta pronto, hasta cualquier momento»,
y como un caballero te oculto lo que siento,
busco un botón maldito, pulso el off, quito el on.
Y a solas en tu cuarto te cepillas el pelo,
ese girón de noche que al peine toma vuelo,
te acuestas y una estrella te comienza a arrullar.
Yo me quedo extasiado, mi PC ya dormida
se enrojece en la tarde, me digo «así es la vida»,
y me siento muy viejo para esto de chatear.
Marcelo Galliano