El último artículo de nuestra compañera de las letras Blanca Miosi (concretamente su frase «Lo que me lleva a pensar que tal vez los lectores se estén acostumbrando a la mediocridad») y algún comentario sobre cine de la semana pasada por parte de mi cuñado me han dado que pensar. En el segundo caso, don X insistía en que fuera a ver una película porque era muy divertida, y yo le contesté, quizás en un tono pedante y bastante desabrido, que yo no iba al cine a reírme.
No quise entonces enfrascarme en una defensa del Séptimo Arte porque quizás, ahora más que nunca, pocos lo consideran como tal, sino como un negocio; pero, de la misma manera que no espero encontrarme en un museo una tira cómica para echar un rato, al sentarme en el sillón a oscuras de la sala, con el aliciente añadido de conocer los próximos estrenos y la seguridad de que el sonido envolvente y el tamaño de la pantalla me sumergirán en un mundo diferente durante un tiempo aproximado de dos horas, no busco en exclusiva una distracción, evadirme con un chiste fácil de los problemas cotidianos, que siempre son más de la cuenta, sino enamorarme de su amplio lenguaje de palabras, imágenes, música, luz, interpretación y, a ser posible, como en el caso de las fábulas antiguas, un mensaje-moraleja que me haga reflexionar, que me despierte en vez de dormirme, o al menos que me devuelva momentáneamente la fe en el ser humano, no tanto por lo que el director narre, que bien puede ser una horrible historia bélica o de malísimas relaciones familiares, como por el hecho de que hay una intención creativa detrás, un deseo de dejarnos algo hermoso, nuevo y personal. Un trozo de sí mismo.
Por eso, quizás, y aun disfrutando mucho de la naturaleza, donde encuentro mejor la paz que en el fragor del tráfico urbano y los horarios apretados, reconozco mi inclinación a aprovechar un tiempo de los siempre escasos días de vacaciones para conocer nuevas ciudades que pasear, con museos, catedrales y palacios donde quedarme arrebatada ante un cuadro, un retablo, una fuente, pero solo por el simple hecho de que eso no está ahí, como las cataratas de Iguazú, porque sí, porque nos lo hemos encontrado y aún no nos ha dado tiempo de estropearlo del todo, sino porque alguien tan aparentemente insignificante como un hombre (su intención es lo de menos) ha creado algo perdurable. Y eso me emociona mucho más que todas las montañas nevadas del mundo.
Aún recuerdo una iglesia de Praga, la de Santiago, que se nos resistía. Siempre llegábamos tarde y la encontrábamos cerrada. Pero un mediodía de agosto conseguimos trasponer sus umbrales y, a la admiración por aquella perfecta combinación de elementos arquitectónicos góticos, decoración barroca y la luz que entraba dulcemente por sus vitrales, se unió el ensayo de un concierto que se celebraría por la noche, y la voz de aquella mujer y la del órgano que la acompañaba me hicieron (soy así: qué le vamos a hacer) derramar lágrimas de emoción que no cambio por nada del mundo.
Por supuesto, estas escenas lacrimógenas se repiten con insistencia (en la Cartuja de Pavía, ante «El rapto de Proserpina» de Bernini o escuchando una ópera en el Maestranza), para regocijo de mis hijas que, esta vez sí, se parten de risa como si hubieran ido a ver la última película recomendada por mi cuñado. Sin embargo, esos ojos hinchados y escondidos tras las gafas del sol me hacen sentir bien, mejor que nunca, porque me enfrentan al fenómeno estético, al deseo ancestral del hombre por perfeccionar (aunque en ocasiones, y por como está el patio, no lo veamos con tanta claridad) el mundo que le ha tocado vivir.
Algunos preferirán tirar por tierra esta emoción intensa que ahora me embarga comentando que la mayor parte de esa obra no es sino producto de la vanidad, y seguro que es cierto; pero yo insisto en quedarme con lo positivo, con lo que puede experimentarse ante su contemplación o su audición y ese poso de eternidad que siempre deja.
Para completar esta reflexión, y ya puestos a confesar abiertamente que lloro más que hablo, un sentimiento semejante se me instala cuando en las noticias hablan de descubrimientos farmacológicos o médicos que pueden mejorar la vida de muchos, y en esas ocasiones solo aparecen científicos enmascarados (no los veos vanidosos) manejando microscopios y centrifugadores y piensas: «Dedican todas las horas del día a observar la aparente pasividad de las células o el movimiento imperceptible de un hongo para curar nuestros cánceres y debilidades». Y eso, como digo, de una manera parecida a la contemplación artística, me devuelve algo tan necesario y serio como reconfortante: la fe en el ser humano.
Elena Marqués
Directora del departamento de corrección de Canal Literatura
El poso de eternidad que siempre deja la belleza. Maravillosa reflexión, querida Elena, y que comparto plenamente.
Un abrazo.
Querida Elena, una hermosa reflexión que comparto totalmente. Creo que ante esa belleza intemporal todos, hasta los más superficiales, perciben su grandeza. Estas hablando de un legado que nos ha dejado el » deseo ancestral del hombre por perfeccionar» el mundo a lo largo de la historia y que ha perdurado al paso del tiempo.
La clave la das cuando hablas de «negocio», del mercantilismo imperante. Ese negocio Elena, no emocionará a las generaciones venideras dentro de cien o doscientos años. Esa es la diferencia fundamental, el negocio tiene su función pero es caduco. El deseo de perfección y el arte perdurarán porque nació al compás de nuestra especie y hay que seguir teniendo fe en el ser humano y en todos aquellos que siguen perfeccionandolo aunque, por ser nuestros contemporáneos, no tengamos la perspectiva de sus logros.
Un abrazo enorme
Magnífica reflexión Elena. Estamos acostumbrados al mero entretenimiento y, la literatura, como la vida, es un hermoso camino que muchos no siquiera se dignan a observar. Es uno de los grandes males de los nuevos tiempos. Necesitamos más poetas. Un abrazo
Interesante. Yo pienso que, en relación con las pautas de consumo de productos culturales, y más concretamente de los libros y la literatura de ficción, confluyen en este momento dos factores. Uno, el descenso vertiginoso del nivel formativo que se ha producido en los últimos treinta años, particularmente entre las nuevas generaciones; y otro, la multiplicación exponencial de las posibilidades de acceso al mercado del libro, que han provocado un incremento de la oferta jamás conocido, y con él, parece lógico, un descenso de la calidad general de la misma. De todas maneras -un poco para alentar ese espíritu filantrópico-, creo que estas situaciones suelen ser conyunturales y revertirse.
Mágnífca la redacción del artículo. Implecable.
Muchas gracias, amigos, por leer mis «cosas serias» y disfrutar de la contemplación-lectura-audición de la obra del hombre. No sabemos cuál nos sobrevivirá, aunque sí que podemos intuirlo.
Y, en efecto, toda aquella que solo pretenda vender y no crear cosas nuevas, rompedoras y, por encima de todo, emocionantes en el más amplio sentido de la palabra, caerá por su propio peso. Por desgracia, no todos nacemos genios y el Parnaso tiene las plazas contadas.
Muchos besos.
Hola, Elena:
Muy interesantes tus reflexiones, siempre es un placer leerte.
Y tranquila, aquí tienes a otra congénere de abundantes fluidos oculares 😉 ante cualquier cosa que toque mi arpa emocional:
un pino milenario…,
una selva sin devastar…,
la torre eiffel…,
un acantilado que se ha ido forjando con los miles de bofetones que le ha propinado el subidón de don Oleaje…,
la colección de pinturas «luminosas» de algún artista desconocido…,
escuchar la voz de la soprano que entonó el Ave María de Bach el día de mi boda…,
y un largo etcétera que podría dar fe del incontable número de veces que me he calado las gafas de sol para disimular (menos el día de mi boda) 😛
Ahora ya ni me preocupo, ¡qué fluyan que para eso están! Consciente de que no molestamos a nadie, ¡me importa un rábano que alguien vea una huella latente de mi mundo emocional! Que una ya está un poco harta de ocultarse en una sociedad que hace innumerables esfuerzos por mantener las emociones (y a las personas en exceso sensibles) a raya. ¿Y si probamos nosotros a mantener a raya el sentido del ridículo, como muy bien has hecho tú compartiendo estas vivencias?
Solo hay algo que no comparto contigo, Elena. Al cine también voy a reírme, ¿por qué no? Llorar y reír, más huellas de que algo nos conmueve. No hay mayor placer que jalarse un cubo de palomitas con una sonrisa de oreja a oreja (o a carcajada limpia), mientras ves una comedia romántica de tus actores favoritos o, sencillamente, una comedia, un guión hilarante que te arranque de la pesadez y rasposidad de una rutina (a veces) difícil de engullir… Fíjate, incluso, en esta etapa de mi vida, siento una predilección especial por aquellas películas que me dejan un poso dulce en el alma. Por supuesto, esta cuestión no es excluyente de otros géneros del Séptimo Arte que también logran conmoverme.
Pero existen comedias sublimes y memorables que también contienen un mensaje-moraleja para pensar, un guión o un trabajo de dirección con las mismas intenciones creativas, el mismo deseo de transmitir algo nuevo, lindo y personal (ese trocito de ellos mismos) 😉 que los de aquellas pelis que nos devuelven la fe en la humanidad. Parece algo imposible, pero a mí la risa también me la devuelve, Elena, me refiero a esa confianza en el ser humano que tan rápido se ve devastada merced a las numerosas atrocidades que, por desgracia, ya comete a diario.
Un saludo a todos y un cariño especial para ti, Elena. Gracias.
La verdad es que sí, que una buena comedia es una gozada, y yo, además, de todo intento sacar provecho. (Entre tú yo, es que mi cuñado siempre tiene razón y pretendía convencerme de que su propuesta era mejor que la mía, y me fastidió que me «ordenara» ir al cine, igual que me ordena quitar la mesa o a qué hora me puedo ir. Ya sabes, cosas de casa.)
Muchos besos.