Pas comme d’habitude
Magdalena Rangel, tras el último entierro, no conoce la prisa. Fuera, la ciudad se sacude los restos de la noche. Un murmullo creciente le recuerda que aún hay gente que vive y se desvive; que, empujada por la inercia o la irreflexión, se empeña en seguir con sus cartas, sus dados y sus laberintos. (Hacia dónde conduzcan acaso es lo de menos.) Un bar abre las puertas y el camión que descarga atora la salida de una calle.
—¿Va para largo, buen hombre?
—Enseguida me aparto.
La mujer se desliza hacia el espejo y el azogue le devuelve un rostro derretido por la ausencia.
Entonces, con un gesto, se borra las señales de las lágrimas, se detiene en la ducha y acude a la cocina, donde un café la espera. Y mientras revuelve en la despensa por ver si hay algo que echarse a la boca prende la radio y la siente.
«And now, the end is near,
and so I face the final curtain».
No es lo que necesita escuchar, un maleficio preciso y cortante como el cuchillo con que desmenuza las tostadas.
Pero la melodía se extiende por los azulejos y el enlosado igual que si la orquesta se apostara entre la fresquera y el lavadero y la sacudiera del delantal. La canción le recuerda a Fernando, a su Fernando muerto, recién enterrado y presto a disolverse entre los pliegues acuciantes del olvido, y la voz de Sinatra le alegra los gestos y piensa que aún hay tiempo de estrecharlo en las mañanas, aunque sea en la voluble forma del recuerdo, antes que el telón caiga sobre la escena y ella se arrope de nuevo entre las sábanas y ya no haya camiones de descarga más allá de la noche y la fría amanecida.
«Cántala otra vez, Frank»
Nunca imaginó que la consciencia de la vida la hiciera tan feliz como en aquel instante; que, al prender la radio, se encendería el aire y aún, entre los ecos de My way y el susurro de las zapatillas, se le encajarían unos crecientes deseo de sonreír.
Elena Marqués