Emigrante. Por Isabel Muñoz Vázquez


Aquí, en Gijón, los inviernos son otoñales. Pero esos fríos humedos y empapados no evitan que, una vez más, vuelta a alzar su mano en dirección a la mar. Y allí esta ella, esperando la vuelta de su humilde marinero que un día se hizo a la mar.

De vez en cuando, una lágrima se confunde con el orbayo de mediados de Otoño cuando la nostalgia inunda su corazón y empieza a recordar; las dulces tardes junto al mar, con la arena jugueteando en sus cabellos castaños, la brisa erizando sus pezones y su compañía.

Los wajes se arremolinan en torno a ella observando su paciente figura, esbelta, erguida, sin vacilar, sin pestañear, sin, siquiera, perder el equilibrio. Cubriendo su cuerpo de una falda oscura, coronada por un mandil, el mandil de la buena cocinera y esposa, su camisa olgada, también oscura, y ese pañuelo al cuello color carmesí que destaca en toda su figura. En su mano, un pañuelo. Que secará las pequeñas lágrimas que osan interrumpir su espera.

– Mamá, ¿Quién es?
– Es una mujer. Un día, su marido se hizo a la mar y ella, cada mañana, se sentaba aquí, junto al mar a esperar, hasta que caía la noche y los guardas venían a por ella para que no muriera de frío y la devolvían a su casa. Cada día se repetía la misma escena, ella se senba ahí, con su pañuelo en la mano, sus recuerdos y sus ojos azules fijos en la mar, pero sus momentos de intimidad y espera se veían interrumpidos por los pregoneros, que avisaban a la guardia y la separaban de sus esperanzas de ver el barco de su amado acercarse a la orilla de la playa.
Al final, lo tomaron por loca y la encerraron en este centro de aquí. No se separada de la ventana de su celda que le dejaba ver, levemente, la mar, brabía, pues era invierno, uno de los más fríos que se habían conocido en Gijón.
– ¿ Y qué pasole, madre?
– Una tarde, cuando el sol caía, loca de rabia y de celos porque la mar no le devolvía lo que un día se llevo sin permiso, se escapó. Y volvió a su rincón y allí se quedó, con la mano alzada implorando a Zeus y a Dios que le devolvieran a su humilde marinero. Para cuando los vigilantes del centro se dieron cuenta, ya no podían hacer nada, se había congelado, de tal forma, que no pudieron arrancarla de su posición. Como si hubiera echado raices. Ella y su fe inquebrantable aún siguen esperando que la mar les devuelva su tesoro más preciado. Su amor.


Isabel Muñoz Vázquez

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