Caperucita. Por José María Araus

       — ¿Te gusta mi culo?

       —Y tu espalda, y tu cuello, y tu nuca…Te voy a comer como el lobo a Caperucita.

       La mujer se acuerda de cuando ella y su marido se decían estas cosas. Eran los tiempos del noviazgo y de los primeros meses de matrimonio, cuando aún se tomaban la vida a brochazos grandes. Luego vino el descender al detalle mínimo, la convivencia diaria, la carcoma de la rutina. Después los hijos trajeron mejores tiempos, o más paciencia y la costumbre los fue amoldando.

       ¿Te vas a levantar? ―le pregunta ella sin apartar la mirada de la calle a través de la ventana.

       ―Sí, enseguida voy. —dice él.

       En el reloj de la habitación de al lado dan ahora las diez. Fuera, el viento se lleva con furia las hojas de los árboles. Por la carretera, dos hombres avanzan encorvados contra el airón que les entorpece la marcha. Las nubes corren en el cielo escondiendo y dejando ver el sol. Ella mira la calle con la vista vagando por el paisaje, pero su pensamiento está en otra parte.

       ―Hoy vendrán a comer Desiderio y Lola con los chicos; y tal vez venga también Violeta con las gemelas ―piensa―; menos mal que no les toca pasar este fin de semana con su padre. Será un día movido, pero él cumple setenta años y setenta años no se cumplen todos los días. El reuma lleva unos días dándole guerra. La vieja operación de la pierna le deja su tarjeta de visita cada vez que va a cambiar el tiempo a pesar de los años que han pasado.

       El cristal irradia algo de frio del exterior y ella siente que, a través del ligero camisón que lleva puesto, los flácidos pechos se le están quedando helados; pero no se aparta de la ventana.

         Abajo en el jardín, una hoja de periódico se queda enganchada en el seto. Dentro se oye el ronroneo de la máquina de afeitar. Ella continúa mirando un rato el juego del escondite de las nubes con el sol. Ya no se ve a los dos hombres de la carretera. Han debido de entrar en alguna de las casas cercanas. Al poco nota que él se acerca por detrás, sigiloso, pero el  olor familiar del masaje para después del afeitado le delata. Ella sonríe sin volverse y adivina lo que va a pasar. Él le pone la mano en el muslo y lentamente la va subiendo hasta la nalga, allí se detiene.

            — ¿Te gusta mi culo?

            —Como el primer día Caperucita.

José María Araus

4 comentarios:

  1. Como versión sorprendente del cuento no tiene desperdicio.
    Como versión sorprendente del matrimonio, tampoco.
    Felicidades, José María.

  2. José María Araus

    Sobre todo como versión sorprendente del matrimonio.
    Gracias Atticus.

  3. Un relato delicadamente provocador; ese comienzo…

    Me gustan mucho las descripciones que haces, mi mente se traslada desde el principio al escenario.

    Besos.

  4. José María Araus

    Gracias Lola. El comienzo provocador es condición sine qua non del relato. Si le quitas ese comienzo (Que en realidad es inocente por demás) el relato se quede en una ñoñería. Como dice Ángel Zapata de vez en cuando necesitas poner un cocodrilo encima de la cama para despertar el relato.
    Espero que Salamanca, la blanca, te haya satisfecho.

    Salamanca la blanca ¿quien te mantiene?
    Cuatro carboneritos que van y vienen.

    Beso.

Responder a Lola Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *