Liberty Valace. Por Anita Noire

Liberty Valace

Liberty Valace.

 

  Me inventé un congreso en el que iba a participar haciendo una presentación y debía estar allí los cuatro días completos que iba a durar. Escogí una población alejada, aunque tampoco demasiado, y unos días poco comprometidos. Quería descansar, no tener que ocuparme de nada. Quería irme, quería respirar sin tener que estar pendiente de todo y de todos. Olvidar que tenía un marido, unos hijos adolescentes, una madre octogenaria con la cabeza ida, y un trabajo que desde hacía mucho había empezado a asquearme. Quería poder ducharme sin tener que hacer cola para el baño, desayunar sin tener que preparar el mío y el de cuatro más, sentarme a tomar el sol sin tener remordimientos porque debería estar camino de cualquier sitio menos al que yo quería ir. Quería desaparecer o no, mejor, que desaparecieran todos de mi vida por unas horas, por unos días. Pero verbalizarlo, ni siquiera pensarlo, me producía un espanto horroroso que me convertía en un monstruo y escondía las ganas siendo yo la que desaparecía, un día tras otro, convertida en la última gota que se bambolea antes de diluirse en el charco. Pero esta vez, quería ser yo la primera, olvidarme de ser la matriz o el apéndice de nadie ni de nada. Buscaba la libertad. Doble un par de vaqueros, un par de camisas, la ropa interior y lo coloqué con cuidado en la bolsa de viaje. Salimos todos a la vez y antes de verlos doblar la esquina, con el roce de los besos de despedida, empecé a sentirme rara. La libertad más embustera e impostada del universo se abría ante mí, ante mi maleta y ante la madre que me parió y a la que ya había contestado seis llamadas aquel día. A medio camino, entre la estación y el parque central, me paré ante un salón de uñas. No tenía prisa, no me esperaba nadie y podía pintarme las uñas de verde o de azul, del color que me viniera en ganas, y empezar la aventura de una manera extravagante y vanidosa. El salón, pequeño pero coqueto, estaba vacío. La música de fondo lo convertía en un lugar sumamente agradable. Quizá me hiciera los pies. Me senté en un sofá y empecé a bucear entre una enorme paleta de colores hasta decidirme. La pedicura a modo de desobediencia civil. Me ofrecieron un té frio que acepté al instante y, mientras me masajeaban los pies a dos cuatro manos, me quedé dormida. Creo que debió ser entonces cuando el ansia de libertad se esfumó. Me desperté un poco contracturada pero con unos pies divinos. Recordé que tenía que ir a coger un tren, que a unos ciento de kilómetros me esperaba la nada. Eso era lo que yo quería sobre todas las cosas. Pagué, salí a la calle y empezó a llover. Miré a un lado y a otro de la calle. La ciudad me pareció inmensa bajo aquella cortina de agua. Paré un taxi y le di las señas de casa mientras les escribía: Esperadme para cenar.

 

Anita Noire

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