Cuentos estivales (LXI)
El tiempo pasa.
Como en la película “Casablanca”, mi buen Cholo, el “tiempo pasa” y, en su transcurso, se consumen nuestras vidas en acelerado ritmo.
Al igual que sucedió con Burete, llegó un momento en que ya mi pupilo no volvió con asiduidad a Los Antolinos y se fueron quedando los recuerdos en la memoria, sin nuevas vivencias. Se acabó el llevar agua a los trabajadores, el dormir en las eras, el cazar gorriones o poner colas a las cigarras.
-Sobre éstas últimas -me dijo mi pupilo- aún me queda una anécdota que contarte:
-Como te comenté -prosiguió- mi tía-abuela Carmen, la que hacía encaje de bolillo en la esquina de la casa y que me aficionó a la radio, quedó ciega y, correlativamente a la pérdida progresiva de la visión, agudizó notablemente la capacidad auditiva. Y el verdadero problema eran las chicharras. O, mejor dicho, su canto penetrante, insistente y elevado, que en su sensible sistema auditivo, se convertía en un martirio retumbante en su cerebro.
Al tiempo, era muy sugestionable. Sin duda por la falta de la visión. Así que mi pupilo trató de convencerla de que se había descubierto un producto que las silenciaba. De este modo, cuando se quejaba de los insoportables ruidos, mi pupilo salía al atrio y hacía los suficientes aspavientos como para acallar a los insectos por un rato. El suficiente para que la tía “marmito” (como también te dije que cariñosamente le llamábamos), dejara de oírlos y su cerebro olvidase la horrible cantinela, hasta el punto de que, cuando reiniciaban el canto, ya no lo percibía con igual molestia.
Ya jovenzuelos -también me relató- junto con Saturnino y, José Antonio, iba en bicicleta a San Pedro y a Lo Pagán, donde tomaban un baño o, incluso, iban a pubs de la época a tomar un café o una copa y tratar de conocer a alguna chica de sus edades, como muestra de la pérdida de la infancia.
Muchos familiares terminaron sus veranos al marchar a vergeles celestiales, dejando profundos vacíos. Y, aunque todo acaba, porque el tiempo pasó, pasa y pasará, los recuerdos quedan imborrables, aunque sean en forma de cuentos.
Porque no se acabaron los veranos, pero sí aquellos tan remotos y entrañables…
(Continuará).
Gregorio L. Piñero
(Foto: mi pupilo, en el atrio, en los primeros y últimos de sus veranos “antolineros”).