El sacristán estanquero. Por Gregorio L. Piñero. Cuentos estivales.

Cuentos estivales (XXVI).

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El sacristán estanquero.

       -Otra de aquellas noches -me ha dicho mi pupilo, mientras comenzaba a acariciarme la cabeza y espalda- el abuelo Gregorio, vino a contar una historia, por lo demás, muy curiosa.

       -Vino a cuento de que la abuela Lola se lamentó de que, como otras de aquellas personas, apenas pudieron ir a la escuela en su niñez, porque las circunstancias eran muy adversas. Sin embargo -continuó- eso no fue óbice para que pudiesen desenvolverse en la vida con suficiencia, sabiendo hacer sus cuentas y escribiendo y leyendo lo mejor que les era posible.

       Hablando se estaba de ello y de las oportunidades que se nos brindaban a los más jóvenes, cuando dijo el abuelo Gregorio:

       -No creáis que el analfabetismo es un obstáculo para triunfar. Es, sin duda, una limitación. Pero todos nosotros somos ejemplo de que conocemos las medidas de peso y capacidad, así como las de las distancias y superficies. Y sabemos escribirlas y hacer nuestras oportunas cuentas, cuando llega la cosecha, por ejemplo. Además, acordaos lo que le pasó al sacristán de Londres.

       -¿Qué le pasó a ese sacristán, tío Gregorio? -preguntó uno de los niños.

       -Pues pasó -comenzó a narrar con aire solemne- que el sacristán de la Iglesia de San Pedro de Londres era analfabeto. Y con ocasión del cambio del rector de esa iglesia, cuando el sacerdote supo que no sabía leer ni escribir con soltura, lo despidió, porque entendía que sin suficiente instrucción era imposible desempeñar bien sus tareas.

       -Él argumentó que mantenía limpio y en orden el templo y que era puntual en sus aperturas y cierres, conocía los diferentes toques de campanas. Encendía y apagaba las velas con rapidez y; era un buen asistente en las misas. No conocía otro oficio y suplicó el no ser despedido. Pero el sacerdote fue inflexible y hubo de marcharse.

       De modo que se vio desvalido, pues los únicos ingresos que tenía eran los del humildísimo salario que le pagaba la iglesia por cuidar del templo.

       Con las pocas monedas que tenía, y un cajón viejo, comenzó a vender tabaco y cerillas en la entrada del templo. Y, como todos lo conocían, le compraban y fue subsistiendo. Pero como el sacerdote creyó que su presencia para vender tabaco, disminuía el importe de las limosnas de sus feligreses, le impidió continuar vendiendo a la puerta del templo.

       Así que, decidió ir a otros lugares y comenzó a vender en calles amplias en las que no había estancos y en las puertas de los Clubs de la alta sociedad londinense, dando a cada lord el tabaco que más le gustase. Y le comenzaron a comprar con tanta frecuencia y abundancia, que pudo ahorrar lo suficiente para pagar la entrada del traspaso de un estanco. Y le fue tan bien, gracias a la calidad del tabaco que vendía y a su honradez, que poco a poco, se hizo propietario de casi todos los estancos de Londres y uno de sus vecinos más ricos, hasta el punto de que adquirió una tabacalera. Se hizo muy, muy, millonario.

       Llegó la fama a un periodista que quiso entrevistarle para saber cómo había conseguido su fortuna y el tabaquero le explicó toda su vida, empezando por su trabajo de sacristán.

       El periodista se asombró de la historia y le dijo:

       -¡Dios Santo! ¡Y eso siendo usted analfabeto! ¡¿Qué hubiera sido usted si hubiese sabido leer y escribir?!

       Y entrevistado le contestó: -un simple sacristán de iglesia.

       -Y es que, niños -dijo el abuelo- la inteligencia y la capacidad de esfuerzo la da la naturaleza. La instrucción ayuda mucho y es muy importante, pero no es suficiente.

       -Y, Cholo, ¡cuánta verdad decía mi abuelo! Aunque pueda parecer mentira, hay mucho gandul inútil con grandes títulos y, grandes emprendedores y trabajadores sin ellos. -Terminó de decirme mi pupilo.

       Creo yo, que una buena amalgama de todo ello (instrucción y trabajo) es lo mejor. Y me quedé dormido. Ha sido un día de mucho calor y estaba agotado.

       (Continuará…)

Gregorio L. Piñero

(Foto: El Sacristán. Ilustración de la colección “Los Españoles pintados por sí mismos”. 1851).

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