El «Picasso» de la arena. Por Ana M.ª Tomás

El «Picasso» de la arena

«Buenos días, señor. ¿Hoy no escribe?», le dije mientras me acercaba y dejaba caer unas monedas en la limpia toalla color beis que descansaba sujetada por cuatro piedras como colofón a su obra escultórica en arena. Me miró… creo que perplejo. Quizá preguntándose de dónde me sacaba yo que él, además de esculpir con arena, escribía.

Él es un anciano venerable que amontona arena al final de una playa, donde comienzan unas rocas que la separan de otra playa. Después, va conformando sus efímeras obras de arte: un delfín jugando con una pelota, un cocodrilo enorme, una pitón enroscada en una rama a punto de comerse a un ratón, un ánfora a medio enterrar de cuya asa pende una cuerda gruesa de varios cabos, las pirámides de Egipto, la cabeza de un oso… y alguna que otra filigrana. A continuación, clava unas pequeñas estacas en el suelo y ata una cuerda de unas a otras para proteger mínimamente su obra del paso de suevos, vándalos y alanos. Una vez todo dispuesto para ofrecer su arte a cuantos transeúntes se dignan pasar por allí, acerca su vieja bicicleta a la pared rocosa, clava una destartalada sombrilla verde, apoya sobre esta una modesta colchoneta, abre una silla plegable de playa y se sienta a esperar –sin prisa– unas monedas como recompensa a su trabajo. Sé que lo hace al menos los meses de julio y agosto. Ahí residen todos sus bienes.

Esa playa no es la habitual donde suelo ir a darme algún baño. Pero alguna vez la frecuento caminando varios kilómetros hasta allí. Y siempre lo observo. Lo veo inclinado sobre un cuaderno paupérrimo escribiendo o dibujando mientras agradece, siempre con una sonrisa, al tiempo que se lleva la mano derecha al corazón, las monedas que los playeros derraman en su toalla.

«Gracias por la bondad de tu corazón», me dijo finalmente tras la sorpresa inicial. Me senté en la arena, junto a él, lo felicité por su pequeña y casi infantil muestra de arte y le pregunté que cómo sabía él si en mi corazón anidaba la bondad. Sonrió con su boca desdentada y me deslizó este obsequio: «Lo sé. Tú sabes ver la belleza». Y, como si hubiese adivinado la pregunta que pugnaba por salir de mis labios, se anticipó. Y comenzó a contarme la historia de dos hombres que caminaban juntos cuando de pronto uno de ellos se tapó la nariz por el hedor que desprendía un perro muerto mientras el otro incidía en el brillo de sus dientes blancos. «Pasan muchos por aquí… ¿Cómo te llamas?». «Ana María». «Pues eso, Ana María, pasan muchos por aquí, unos solo ven las monedas que hay, incluso me las roban, como esta noche. Otros captan la belleza». Me miraba desde el fondo de unos ojos ahítos de presenciar muchas miserias humanas pero que las aceptan como esa doble cara de la moneda que todos somos. Sin transición, sentí ternura por el anciano, por su vulnerabilidad, por su entrega como respuesta a un mínimo gesto de atención: él ya había tomado el cuaderno y comenzado a enseñarme sus dibujos y sus hojas plagadas de letras. Quise saber más de cómo había sido el robo. «Eran casi las cinco de la mañana, yo dormía, había estado custodiando mi obra de unos jóvenes que bebían a pocos metros. Entonces tres hombres me sacudieron y me instaron a que les diera todo el dinero que tenía. Levanté el colchón y les entregué el sombrero donde guardaba las monedas obtenidas durante el día de ayer». «¡Qué canallas!», me salió del alma. «No pasa nada. Hay mucha gente buena. Esta mañana dos niñas chinas han venido con sus manecitas llenas de monedas y querían depositármelas en las manos, decían que para que no me las robaran del suelo. ¿Y sabes lo que me han dicho?». Negué ligeramente con la cabeza mientras seguía embebida en sus palabras y pendiente de sus ojillos negros y vivarachos. «Pues que mis manos tienen magia. ¿Te he dicho que me llaman el ‘Picasso’ de la arena?»

arena-arte

Permanecí con él un buen rato todavía, alabando sus dibujos. Y, a dúo con él, sonreímos a quienes se acercaban a dejar unas monedas que le permitieran subsistir de su destreza. Di en pensar en la fugacidad de su obra, pero la serenidad que trasmitía, la confianza que depositaba en la bondad del ser humano, a pesar de los reveses de la vida, me condujo a una certeza: yo, con todas mis seguridades, no le llegaba a la suela de sus chanclas en la espera confiada del futuro.

Le estreché la mano y nos citamos para el día siguiente. Tengo –tenemos– tanto que aprender de él…

Ana María Tomás

Ana M.ª Tomás

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Un comentario:

  1. Tanto que aprender. Solo hay que tener los ojos y las manos dispuestos.
    Muchos besos.

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