Las inglesas
Hay espacios en nuestras vidas que son como cámaras oscuras y vacías, donde no hay más vida que la de unos iconos imaginarios que se difuminan de una forma silenciosa en nuestro interior, sin que por ello seamos capaces de quitarnos de encima la inadaptación y la desmesura que llevamos pegadas al cuerpo desde el triste momento en que nos cambia la voz. Tan irreconocible nos resulta a cada unos de nosotros nuestra adolescencia como irreconocible fue nuestro primer amor o la pérdida de la infancia, porque todo se parece demasiado a tener que salir de esa cámara oscura y vacía en la que nuestros miedos y demonios no son visibles por el resto. Retar al mundo y retarse a uno mismo es una de las mayores tragedias a la que debemos enfrentamos, pues en demasiadas ocasiones ninguno de nosotros se interesa por ese anodino y gigantesco espacio exterior que nos rodea. En este sentido, la adolescencia es la reclamación de ese territorio propio en el que nadie más que uno mismo emite el pasaporte necesario para poder entrar en él. El mundo de un adolescente es una burbuja que en demasiadas ocasiones es transparente y frágil como la más fina de las pieles, y es ahí donde el carácter se moldea y lo que llamamos vida se nos muestra despiadado, pues no nos tiene en cuenta. Una trágica inadaptación a la que contraponemos una inabarcable desmesura y una hostil rebeldía, con las que huimos de un entorno que no aceptamos, ya que nadie acepta esa conquista de la libertad propia que nos sirve de llanto incomprendido. Muchas de estas circunstancias, a las que un adolescente se enfrenta en su vida, son bajo las que se construyen los relatos de Las inglesas, donde Gonzalo Calcedo, de nuevo, nos da muestra de su maestría como relatista. En lo que podríamos denominar como arquetipos, cada relato nos relata y retrata el trágico poder al que se enfrenta la frágil adolescencia, y lo hace a través de la evocación de esa etapa vital, rebelde y arisca, frente, por ejemplo, al primer amor, de Tesoros (sin duda, el mejor relato de este libro); o a la narración en un ambiente hostil del primer desamor en Saab 900, pasando por el extraordinario retrato de la amistad de Té verde, o la soledad de 3.000 metros obstáculos. Calcedo, en estos relatos, aborda muchas de las aristas de unos jóvenes inadaptados al mundo que les han construido sus padres, pues lo han hecho sin contar con ellos, y que en determinadas ocasiones comprueban sus peores efectos demasiado pronto. Véase, si no, el egoísmo adolescente frente a la crisis de Lo que tuvimos (otro de los momentos álgidos de esta recopilación), o la soledad y la pérdida presentes en El castillo de formica, o el sentido de la amistad y la traición de Domando ranas.
Las inglesas es una extraordinaria muestra de la larga y consistente longitud como cuentista de Gonzalo Calcedo, quizá el mejor escritor vivo de relatos cortos que hay en España. La sutileza de su estilo, la limpieza de sus frases, los giros de sus tramas y ese forma de entender el relato corto como un espacio para el desasosiego y la incertidumbre le distinguen del resto. Deudor, como otros tantos, de los cuentistas norteamericanos, Calcedo ha construido en torno a su obra el mismo espacio físico —imaginario o real—, como, por ejemplo, hizo Cheever cuando retrató a sus burgueses de urbanización que día a día cogían el tren para ir a trabajar a la gran urbe, y que en el caso del narrador español se circunscribe a ese norte español de la costa cantábrica que tan bien retrata y asume como propio. Una magnífica muestra de ello es el relato que abre esta recopilación, y que lleva por título Tesoros (igual que si fuera una premonición), pues el eco de los recuerdos recreados bajo una atmósfera única, íntima e imponente nos deja sin aliento. Tesoros es un relato al que no le falta ni le sobra nada, pues todo es un magnífico mecanismo en pos de la mejor literatura. En este sentido, el personaje de la protagonista es tan contundente y conmovedor como las metáforas con las que Calcedo le adorna. Un universo, el que nos crea el escritor palentino, que busca refugio también en los recuerdos en Té verde, pues aquí aborda el recuerdo de una camaradería que el paso del tiempo no ha sido capaz de difuminar. Calcedo es un gran creador de atmósferas, y en este relato hace un magnífico retrato de la amistad y de las aristas que nos moldean la vida, unas aristas en las que los sentimientos más puros de la adolescencia buscan auxilio.
Una soledad, la adolescente, es de la que nos habla 3.000 metros obstáculos, donde el joven protagonista del mismo es la más pura expresión de la inadaptación a un mundo que no es el suyo. Pero esa misma necesidad de huida la encontramos en Lo que tuvimos, donde Calcedo aborda la crisis a través de la mirada de una joven que lo ha tenido todo y de repente se queda sin nada, y cuya rebeldía se expresa a través de un exacerbado egoísmo. No obstante, lo mejor del relato es esa percepción de cambio que se produce en la protagonista, pues representa, de una forma vigorosa, la soledad, el desarraigo y la derrota. Una pérdida de la que también bebe la adolescente de El castillo de formica, donde la búsqueda de un perro se transforma en el mayor de los consuelos frente al abandono, que, como una sombra, cubre toda la narración.
No todo es tiempo presente en la evocación de los recuerdos, porque en ocasiones ocurre que la adolescencia es como un bumerán que regresa la vida adulta con la determinación de hacernos daño de nuevo, sobre todo cuando nuestra vida adulta es triste y aburrida, como le ocurre al protagonista de Cosas de la edad, que necesita ponerse a prueba mediante actos tiránicos contra su pasado. Esa distancia respecto del tiempo transcurrido a veces es sanadora, pero en otras es cruel como el amante que ha perdido la pasión inicial. De traiciones no a uno mismo, pero sí a los demás, trata el relato Domando ranas, pues el sentido de la amistad y la traición se dan la mano cuando tenemos la necesidad de buscar algo de luz en nuestras mezquinas vidas. En este caso, la solidaridad que se ve interpuesta por la pura necesidad también precisa de un cierto brillo: el de la riqueza, el de la dignidad, el de la diferencia… El relato que da nombre a la recopilación es el que pone punto y final a la misma. En Las inglesas asistimos a la trágica pérdida de la amiga. Aquí se ponen de manifiesto el poder de las elecciones, esas que nos parecen insignificantes y que, sin embargo, nos precipitan por el mayor de los abismos. Una vez más Gonzalo Calcedo se apropia de la vida de una joven para retratarnos esa búsqueda de la libertad, tan dolorosa como incierta, en la que lo extraño o diferente nunca es aceptado si no es en beneficio propio.
En definitiva, Las inglesas de Gonzalo Calcedo es una nueva muestra del buen hacer como narrador de este escritor que, sin duda, pasará a los anales de la literatura como uno de los grandes cuentistas españoles de todos los tiempos. Un merecimiento que lleva labrando a lo largo de los años con una clarividencia y una tenacidad dignas de encomio, y en esta ocasión, con Las inglesas, nos muestra el trágico poder al que se enfrenta la frágil adolescencia.
Ángel Silvelo Gabriel
Un comentario de acercamiento al libro que tocó mi curiosidad, sobre todo pensando que habla de los adolescentes, tema al que siempre tenemos que volver, son el futuro.
Abrazo
Betty