Aquella plaza de nuestros encuentros
donde la esperaba tan apasionado
que provocaba a las estatuas y hacia florecer los senderos
es ahora como todas las otra plazas
de estatuas indiferentes y senderos entristecidos .
La calle por donde íbamos hacia nuestro lugar,
tan arrebatados de deseo
que las gentes se contagiaban y el asfalto se derretía,
ya es una calle como todas las otras calles,
de gentes grises y aborrecidas
franqueando un asfalto endurecido.
Nuestro lugar infinito,
donde tantas veces la llevé hasta las puertas del paraíso,
donde me habló de lo que a nadie había podido hablar
y me dio lo que a nadie había dado,
volvió a ser un lugar como todos esos lugares,
vulgar, triste y desoladamente ordinario.
El deseo implacable, lujurioso,
la voracidad de poseerla, de someterla, de subyugarla,
de forjarla en una potranca pervertida
para cabalgar sobre ella
hasta desbravar sus entrañas,
doblegar su orgullo y vulnerar su dignidad,
no son más que una obstinada ternura por su blando cuerpo desflorecido,
una sensiblera ternura de compasión por su blando cuerpo desflorecido,
deslavado, deslucido, desgastado,
ya estropeado y también, repulsivamente consumido.
De quien fui entonces,
atrapado en el abismo de sus ojos de gata en celo,
irremediablemente adicto a su boca de cereza madura
pero,
naufragado en las carencias de sus perturbadas pasiones
y atormentadamente dañado por sus amores mezquinos,
solamente queda un vago camino de nubes,
ya que como todos los que un día la conocieron,
también yo la olvidé.
Por fin, de quien ella fue en mi vida,
obsesión por su entrega sin límite,
tristeza por sus ausencias,
tímidas sonrisas en senderos en otoño,
encuentros de sol amarillo donde muere el río,
adioses murmurados en amaneceres fríos,
apenas perdura una imagen difuminada,
una litografía empalidecida,
que se repliega estática en la vasta memoria
para confundirse con quienes
sin nombre y sin rostro,
oliendo a abandono,
pasaron, simplemente pasaron
eclipsando la luna de mis ojos
con el desconsolado color del olvido.