Hay una mujer desnuda
colándose en mi sopa,
levanto la cuchara
y chorrean
sus piernas delgadas
y sinuosas.
Hay una mujer desnuda
girando en el café.
Una mujer morena
-quizá la única
porque todas son rubias-
con sus labios desnudos
y sus muslos
azabaches en medio de la taza.
Hay una mujer desnuda
en mi ventana,
en el jabón, en el azúcar;
y hasta en la espuma de afeitar
que no utilizo
quizá por miedo
a que me bese y me la trague.
Hay una mujer desnuda
rubia, subyugante,
otra pelirroja y tentadora,
pocas veces morocha
y muchos menos amarilla o cobriza
-como me hubiera gustado-
metiéndose en todas mis visiones
mirándome por todos los anuncios
contorneando sus caderas en la pantalla
para que crea –y yo siempre le creo-
que seré mejor, más bueno, quizá hermoso,
si la busco en cada lata de cerveza,
si la beso en cada vino, en cada helado
que termino bebiendo sin pensarlo.
Sigue mirándome con sus ojos de vidrio
desde el televisor, y yo le creo:
que el mundo será mío si la sigo,
que la tendré, desnuda y en tercera dimensión
sobre la cama
con cada quilo de jabón que llevo
sin saber siquiera si algún día
podré reparar mi viejo lavarropas.
Y yo le creo.
¿Quién podría no creerle
a una mujer desnuda hablándote al oído?