El ardor de las cabalgatas se ha llevado el gemido de mi vientre.
La coraza que hacia de abrigo en las vertientes de mis penas ha flaqueado.
Las pisadas, las resonancias, el fin, el eterno y atormentado señor de las alturas.
Todo lo que me conforma se ha desgranado en un inmenso montículo de arenas inestables.
Mis ojos, muro de aguas impenetrables.
Mi piel, secreto de las palabras.
Mis pensamientos, rebaño alocado que trota a destiempo en las colinas ajenas.
La inspiración, que entona la muerte del profeta, estalla sus cuerdas de un arpa lejana.
Lejana mi causa.
Lejana la razón de la escritura.
Apenas el juego insignificante que nace para no morir en el intento de ser, diferentes.
¡Oh!, ¡Inquietos!, ¡Inquietos! ¿De qué sirve la lucha?
¿De qué sirve levantar la espada ante los soplos inmortales de la historia?
¿De qué sirve armarse en vida ante la oscuridad de nuestra insolencia?
¡Oh!, inquietos, de qué va la vida si no forjaran sus espadas.
Es esto lo que añora el vientre mi tierra.
Esto, que hace el labrador, que hace el anunciador de amaneceres,
que hace el relator de quimeras.
De donde yo vengo la cicatriz del silencio aún perdura en la conciencia,
En el rostro acabado de los pequeños ya maduros ante el verdor de la infancia.
Si, ahora estoy de regreso señor de las alturas,
Pues desciendo cada vez más, más y más hacia la quietud de la belleza.
Hacia el paraje desolador del primer instante,
Hacia la música de esas esferas, que antaño pregonaron sandalias de fino cuero.
Si, he destruido la espada, la melodía me lleva en suave corriente de agua transparente.
Pero dejo en el éter mi sangre, alimentando el recuerdo de batallas imperiales.
Alimentando la memoria de grandes enemigos difuntos.
De campos entreabiertos en donde la Inteligencia era espectadora.
Alimentando, en fin, mi Eternidad.-