La enfermera tiene alergia a los guantes de látex.
Mira el sarpullido de sus manos,
la erupción de pústulas rosáceas
como pequeños gritos de horror
avanzando hasta los brazos
y al centro de su médula cerrada.
Tendido en la camilla,
horizontal y agonizante,
el cuerpo desplegado del hombre imposible de curar.
Las jeringuillas, la sangre, los puntos de sutura,
la piel desnuda, los peligrosos flujos:
nada pueden rozar los dedos nacarados
de la enfermera alérgica,
que contempla la perfecta manicura
de sus bellas manos tan inútiles
y sospecha que fluyen por sus líneas del destino
ríos de miedo negro, líquido y estéril.
Mientras, un halo de muerte con cirios encendidos
se pasea por los corredores de la clínica
y besa sus manos cómplices,
sus labios inocentes y carnosos que nada se preguntan.
Abre el oscuro recinto del deseo
de la enfermera alérgica,
y, por fin, entra en el centro de su médula
húmeda, entreabierta.
La muerte y la enfermera se quieren en secreto.