Niña mía, mujer mía, cada vez más bella.
Con el cielo en tus ojos,
me hundo en ellos y parecen conquistarme con dulzura.
Con el sol naranjo en tus pupilas
en un atardecer dorado que inunda todo
y que me lleva hacia ti en vuelo hasta cegarme.
Bajo hasta tu boca que me recibe tibia;
tus labios me susurran algo sin moverse
y atraen con suavidad los míos que no se resisten.
Una fuerza magnética los une hasta dejarlos juntos ser uno.
Contemplo cómo tu pelo cae sobre tus finos hombros que lo sostienen;
se cubren con hilos de fresca resina brillante
que van a parar a tu cuello, envolviéndolo suavemente.
Se esparcen también sobre mi cara
acariciando cada centímetro
y confundiendo mis sentidos ya emborrachados.
Tu pecho me cobija con aromas exquisitos que exaltan pulsaciones,
abierto para caer sobre él y morir viviendo para siempre
dejándose consumir por el fuego de tu corazón que atraviesa la carne
para llamar a mi alma impaciente.
Cada vez más cerca de tus manos
me enredo en ellas para no soltarme.
Ellas siguen su juego llenas de gracia.
Cada fina yema termina con nieve y hielo que se diluyen al tacto
y que caen como diamantes de rocío marino
que se quiebran en el suelo
Tu cintura tersa me lleva a dos pilares que me levantan,
me dejan soltarme para luego volver a sentirlos y caer a tus pies.
Ellos me invitan a levantarme para recorrerte nuevamente,
para sentir nuevos aromas, para conocer nuevos lugares desconocidos
para mirarte, sentirte y amarte.