Sacarle punta al lápiz,
oler el libro nuevo,
oír las oraciones,
empezar el cuaderno,
buscarme en el pupitre,
compartiendo el asombro
con treinta pares de ojos asombrados
que miraban la pizarra y el mapa,
el templo del saber de nuestros siete años
con aquella maestra de mi infancia,
sabia sacerdotisa
que me enseñó el amor a las palabras.
Recuerdo aquellos rostros inocentes
enmarcados por trenzas,
aquellos brazos de mujercitas
que ayudaban en casa a las tareas
y se ponían en cruz al rezar el rosario
a una Virgen de cera.
Gorjeaban como ruiseñores
nuestras risas en el recreo,
compartíamos las primeras confidencias
y una ilusión gozosa de canciones y juegos.
Era una nueva vida que empezaba
en el mes de septiembre y, desde entonces,
todos mis años empiezan en septiembre.