ITALIA
La capital piamontesa y sus alrededores es todo un secreto a descubrir en el norte de Italia.
Al final de la carretera serpenteante que sube hasta el monte dei Cappuccini, al otro lado del río, se abre una pequeña terraza en la que reverbera el resplandor de la ciudad de Turín. A los pies de la colina queda la iglesia de la Madre di Dio, y más allá los puentes y los contornos de los palacios barrocos y las avenidas porticadas. Era el lugar predilecto de Cesare Pavese (1908-1950), uno de los grandes escritores de Italia. Todas las fotografías lo descubren de excursión, apoyado en el hombro de un amigo, de camino hacia algún rincón de la ciudad que tanto amó o de las colinas del Piamonte que le servían de paisaje de fondo.
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TURÍN: LO NUEVO Y LO VIEJO
Turín ha cambiado un poco desde los tiempos de Cesare Pavese, pero no demasiado. El caffè Elena sigue en el mismo lugar de la piazza Vittorio Veneto donde el autor solía ir a escribir y a enamorarse de las bailarinas del café chantant y en el número 60 de la piazza Carlo Felice, frente a la estación de Porta Nuova, aún pende el letrero fluorescente del hotel Roma que el escritor eligió para quitarse la vida un 27 de agosto de 1950.
La ciudad, sin embargo, ha sabido conservar un sano equilibrio. En la colosal fábrica de la Fiat ya no se ensamblan automóviles, pero hoy la ciudad cuenta con tres museos de primer nivel: el Museo egipcio, el Museo del arte asiático y el Museo del cine. El viajero puede disfrutar a buen precio de un plato de pasta o de arroz, con tartufo y setas, junto al mercado de Porta Palazzo, y culminar la noche con una copa en el barrio de San Salvario.
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COLINAS, PUEBLOS Y UVAS
Desde Turín, si se conduce por la carretera A6 en dirección sur hasta cruzar el río Po, se podrá divisar el colosal castillo de Moncalieri. Si se prosigue por el peaje hasta tomar la salida de la izquierda antes de llegar a Cappellazo, se habrá llegado a la región productora del Barolo, conocido como el vino de los reyes y el rey de los vinos.
Al levantar la vista, no se ve más que colinas cubiertas de viñedos, con frondosas huertas y ríos en el fondo de los valles y breves arboledas de castaños diseminadas entre los cultivos. En la cima de cada colina hay un pueblo, y desde cada pueblo se divisan al menos dos o tres. Las casas, de colores terrosos y blancos y amarillos, están rematadas en tejados muy pronunciados para evitar que la nieve se acumule en invierno.
A veces, en verano, sopla un viento fresco que los piamonteses llaman marin, y que hace de esta región el mejor lugar del mundo. Si no hay suerte, el viajero se encontrará con el aire inmóvil y con un calor sofocante como es difícil de dar una idea para quien no lo haya vivido nunca, y que proviene de la fina capa de niebla que a menudo cubre el cielo.
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UN PAISAJE LITERARIO
En estos parajes se ambientan las grandes novelas de Cesare Pavese, como La luna y las hogueras y El diablo en las colinas, y muy cerca se encuentra el pueblo natal del escritor, Santo Stefano Balbo, que cuenta con una casa-museo. Los pueblos más grandes son Barolo, que da nombre al vino, y Alba, la ciudad de las cien torres. Para apreciar la región en altura, es aconsejable visitar los amplios miradores de La Morra y Novello, o el castillo de Grinzane Cavour, cuyos salones afrescados albergan el Museo delle Langhe. En ese mismo lugar se realiza cada año la subasta de la famosa trufa blanca.
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BAROLO Y BARBARESCO: ASÍ SE PRODUCE EL REY DE LOS VINOS
El Barolo se obtiene de la fermentación de la uva Nebbiolo en sus variedades Lampia, Michet y Rosé, que sólo crecen en terrenos de composición arcillosa y calcárea, en altitudes entre 170 y 540 metros de altitud sobre el nivel del mar. En la cima de las colinas, de orientación sur, se plantan las grandes viñas de Barolo y Barbaresco. Un poco más abajo se cultiva la uva Barbera, y en las partes más frescas crece el Dolcetto. La uva madura a finales de septiembre y se recoge a mano. En la región del Barolo hay 1200 propietarios, diseminados en una extensión de 2100 hectáreas. Las bodegas son familiares, pequeñas y, a veces, minúsculas.
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EL SECRETO DE UN BUEN VINO
El Barolo tradicional es un vino de color púrpura oscuro y de sabor fuerte, con una gradación alcohólica que oscila entre los 14 y los 16 grados. En época reciente, el uso de la barrica de roble joven para dotar a los vinos de sabores más suaves y afrutados ha llevado en ocasiones a arruinar su carácter original; pero en la región existen tantas tonalidades como terruños y bodegas. La azienda agricola Pio Cesare, en Alba, es una de las mejores y más tradicionales. “Nuestro objetivo no es producir muchos vinos -explica a Viajes National Geographic Pio Boffa, biznieto por vía materna del fundador de la casa- sino respetar lo que es la exigencia de la vid. En el Piamonte, lo que predomina es la vid, no el wine-making”. Las bellas dependencias de la hacienda admiten visitas bajo reserva, que se acompañan siempre de una cata de varios de sus vinos. En la región existen otras muchas bodegas visitables, como la Vigna Rionda, en Serralunga d’Alba, o la Cavallotto Fratelli, en Castiglione Falletto.
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LA MORRA O CASTIGLIONE FALLETTO: UNA GASTRO INMERSIÓN
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El vino Barolo marida bien con asados de carne roja, estofados, carne de caza, trufas, quesos como el Murazzano y pasta. No obstante, sencillamente se puede pedir tajarin all’uovo en un lugar cálido y familiar como el VinBar de La Morra. Como es costumbre en Italia, los cubiertos cuestan dos euros, pero aún así se puede comer y beber moderadamente por menos de veinte.
Otra opción es La terrazza da Renza, en Castiglione Falletto, via Vittorio Emanuele número 9, un bello restaurante sobre las colinas, a la altura de los campanarios y las contraventanas, donde se puede degustar un menú de cuatro platos por 20 euros. Entre otras maravillas, hay que disfrutar del tartar di fassone o peperoni ripieni.
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LA TRUFA Y EL DOLCETTO D’ALBA
En le Langhe se consideran buenos platos para cenar el vitello tonnato, una delicia elaborada con anchoas y atún de Liguria, y el brasato al Barolo, hecho de muslo de buey macerado al vino con apio, zanahoria, cebolla, clavo, nuez moscada y brandy. La botella negra de Nòno Filippin está presente en todas las mesas. Uno puede también acompañar la cena con una cerveza Peroni, pero en la región del vino sería una extravagancia de mal gusto. Los parroquianos toman dolcetto d’Alba, un vino ligero y dulce que cuesta entre tres y diez euros el vaso.
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EL OFICIO DE VIVIR
Al final de la tarde, aún es común ver mesas de parroquianos con animados debates en los bares de siempre. Cuatro señores beben en una mesa redonda colocada entre los adoquines. Por primera vez en todo el día, corre algo del famoso viento marin. La tienda de prodotti tipici ha cerrado. Algunos grupos de turistas japoneses y americanos bajan camino de la parada de autobús. Renato, recién terminado de comer, cruza las piernas bajo la mesa y se lleva las manos al vientre. Es un señor de unos setenta años, ancho de espaldas, con el cabello gris y la mirada recta e inteligente.
—¿Pavese? Ah, sí. Ha escrito libros bellísimos, de palabras sencillas, y luego nada es sencillo. Aquí se estudia en las escuelas. Pero él se fue muy joven de aquí, a Turín —dice.
—A mí no me gusta Turín —le interrumpe otro, con vago acento del centro de Italia—. Los piamonteses son gente fría. Les gustaría ser franceses pero no les queda otra que ser italianos.
—Tú estate callado —responde Renato de buen humor, y luego se dirige al resto de comensales del bar, abriendo los brazos—. Este vive aquí desde hace treinta años y siempre con la misma canción. Baja todos los veranos al Abruzzo a visitar a sus parientes, pero no se le conoce intento serio de quedarse allá abajo.
Enseguida la oscuridad cubre el fondo de las colinas y las terrazas cultivadas. La luna arroja reflejos azules en las viñas, y no se oye otra cosa que el ladrido de los perros y el cantar de los grillos.
Víctor Olcina Pita
FOTOS: ISTOCK
Fuente: National Geographic