Sucedió en Yecla.
Las armas enloquecieron demasiado tiempo, incansable, la cólera humana apretó incesante el gatillo del odio, hasta que llegó el día que por fin enmudeció. Dando paso a un nuevo y nada halagüeño escenario de venganza, de persecución, de ruindad y de tristeza en las calles silenciosas de un hambre atronador.
En el altiplano murciano, a los pies del Monte Arabí, mal refugiadas viven las dos hermanas pequeñas junto a sus tres hermanos mayores, y una madre que, ajada de tanto dolor, tanto sufrimiento y sola, lucha casi sin fuerzas. Recuerdan a su madre, una mujer educada, religiosa, seria, cariñosa y centrada, una mujer que siempre fue el pilar de la familia y ahora se consume frente a tantas bocas abiertas para tan poco puchero que las calme y que ni tan siquiera puede engañarlas. Recién inaugurada la década de la victoria para unos y de la derrota para otros, los primeros regocijados, entretenidos en desfiles públicos por doquier y saboreando en privado el reparto de la nueva España. Los otros, los perdedores sufriendo las represalias de aquella locura mortalmente vivida por los extremos patrios, y en el medio, millones de inocentes que se vieron envueltos en la sinrazón.
Los hermanos mayores de las niñas, adultos por el imperativo de la miseria, salen a buscar cualquier cosa que echarse a la boca, ardua tarea con exiguos resultados. Pero, aun así, de vez en cuando, alguno de ellos, ante el triunfo por un pequeño pedazo de pan de centeno peleado y envuelto en el pañuelo, lo sujeta firme con la mano dentro del agujereado bolsillo de un viejo y raído pantalón heredado de su padre, corre sin parar, con el corazón que se le sale por la boca, galopa alegre hasta la madre que lo recibe con una triste sonrisa de orgullo por el tesoro que porta el zagal. Ahora toca dividir el pan en seis cachos, que tienen más espigas duras como agujas que nutrientes. Como de costumbre en el reparto al final, siempre bajo la magia materna, el chusco se convierte tan solo en cinco pedazos. Mientras mira roer a sus hijos el pan previamente humedecido en agua, al compás oye los rugidos gástricos, ella con el dolor en las tripas, recuerda su infancia en el obrador de la panadería de sus padres, rodeada de pan blanco, sueña despierta con las mañanas oliendo el pan recién horneado con leña y con los sabrosos libricos, o los sequillos y sobre todo los panes benditos, el pan dulce que en febrero por San Blas no paraban de elaborar. No puede evitar lamentarse, a pesar del amor que siente por él, de la mala cabeza de su marido. ¿Por qué tenía que meterse él en nada? Se lo llevaron sin contemplación es de la casa, entre lloros y súplicas, las dos pequeñas de tan solo nueve años una y seis la otra, se agarraron con las manos a las perneras del pantalón, abrazadas las piernas, clavaron fuertemente sus uñitas en un intento desesperado por anclar el destino de aquel pobre hombre a su vera. Faltos de compasión aquellos hombres armados que arrastraban a su padre, al maestro.
—¡No se lleven a mi padre! —gritaba la mayor, la menor solo atinaba a llorar inconsolable. Todo esfuerzo fue en vano, el hombre acabó con los huesos en una de las celdas habilitadas en el ayuntamiento.
Durante los siguientes días la madre se acercó varias veces para intentar verlo, pero entre lágrimas volvía a la casa sin conseguir nada más que algún improperio y mucho desprecio. Una noche cuando aún el sol se resistía a ocultarse, Carmen, la mayor de las niñas menores instó a la pequeña Maruja a darle la mano y a que cuando ella le diera una patada disimulada en el tobillo llorará como nunca lo había hecho. De la mano las dos niñas se aventuraron a ir a casa del alcalde, falangista moderado, católico y médico de profesión. Al llegar a la puerta Carmen llamo decidida golpeando sus nudillos contra la robusta puerta, la pequeña temblaba sujeta a la mano de su intrépida hermana. A los pocos segundos se abrió y frente a ellas tenían al alcalde que con media sonrisa intrigada les preguntó qué hacían allí. Carmen le explicó que eran hijas de Antonio, el escultor conocido en el pueblo como el maestro. Explicó con una claridad alejada por completo a su edad lo sucedido y en medio de la explicación le dio disimulada la patada a Maruja que de inmediato empezó a sollozar con sus pucheros incluidos.Le suplicó de tal manera que a aquel hombre se le debió partir el corazón y tras hacerles pasar y darles dos buenos pedazos de pan blanco, les prometió que si iban en un rato al ayuntamiento, se podrían llevar a su padre a casa.
Así lo hicieron y al llegar, con el desprecio habitual,les entregaron al maestro, les devolvieron al padre. Con los dos pedazos de pan guardados dentro de los vestiditos se abrazaron una a cada lado y comenzaron el camino de vuelta con el resto de la familia. La mayor se dio cuenta de los moratones y el andar renqueante de Antonio. En silencio la niña lloraba y le dolían en su piel cada uno de los golpes que había recibido su padre. Al traspasar el umbral de la casa, y después de más lloros y abrazos, las niñas sacaron el pan blanco y mientras lo comían dividido en siete cachos, Carmen explicó cómo Maruja y ella habían conseguido el milagro ante las miradas atónitas y orgullosas de sus hermanos mayores y de su madre. La de Antonio andaba cansada y perdida esa madrugada.
Después vendría la cárcel de Cieza, pero esa es otra historia.
Jordi Rosiñol Lorenzo
Preciosa y terrible historia una de tantas de aquella sin razón y que poco hemos aprendido, me a hemocionado gracias Jodi
Muchas gracias, Soledad. la niña pequeña era mi madre. un abrazo.