Un instante de felicidad
La imagen lleva cien años adormilada en el negativo de cristal, cien años de letargo en la oscura seguridad del maletín cuidadosamente tallado en madera de haya; en la laboriosa obra de marquetería junto a ella conviven cerca de mil imágenes más, alberga y reúne una vida de recuerdos tomados por el flamante fotógrafo nacido con el nuevo siglo que en breve tanto iba a cambiar. Cubierta la testa con sombrero de fieltro, con la cámara al hombro y las patas del trípode colgando por la espalda, orgulloso se pasea por la ciudad buscando inmortalizar de arte escenas cotidianas. A cada momento esconde la cabeza bajo la tela negra que impide que la luz vele la magia de las instantáneas, el sombrero depositado sobre la caja de la cámara sostenida firme sobre el trípode que, consciente de la importancia del instante, abandonó la flacidez y desidia mostrada hasta ese momento en el camino. El retratista se esmera, se siente y es sin saberlo hasta qué punto cronista de la historia, es testigo notarial del presente, aunque, mientras se mesa el fino bigote encerado que le desborda por ambas mejillas, en esos momentos no es consciente y quizás nunca lo fue de la trascendencia de su obra, nunca sabrá que el futuro le convertirá en un artista reconocido y recordado.
Con seria y trascendente desenvoltura toma imágenes aleatorias de vidas anónimas, seres sonrientes y azorados por la innovación presente que le regalan algo más que un simple momento, le obsequian su presencia con la intimidad eterna de su efímera vida. Qué mejor marco para el encuadre buscado que una feliz e invernal jornada dominical, en un concurrido parque cualquiera, de cualquier ciudad en la vieja Europa del moderno siglo XX.
El continente recuperándose de la primera contienda mundial vive contagiado de las tendencias culturales norteamericanas, vive desinhibido los alegres años veinte. Transitan en el periodo de entreguerras, un periodo que está a punto de convulsionar de espasmos de muerte, estertores de los que los presentes no son conscientes, nada saben las almas que disfrutan entre risas y bromas de las que van a ser sus últimas mañanas, y que pronto llegará la última de ellas, será en breve, en nada todo cambiará. Frente al cámara ninguno de ellos es capaz de imaginar el vuelco que pronto todo dará
A semejanza de la rabia perversa del Sol hiriente del mediodía, traicionero como él cuando asoma embaucador. Es el preludio de la tormenta perfecta que encapota de pronto el cielo de amenazante oscuridad silbada humedad. De la misma forma zurran los vientos de la intolerancia, del odio y la cruel vileza que truncaran las ilusiones, los proyectos, y en definitiva la vida de nuestros inmortalizados protagonistas de tan bella y nevada mañana, y del resto que el ángulo del objetivo no pudo alcanzar.
Una pequeña nota de prensa aparecida unas decenas de años más tarde da cuenta del hallazgo de unos antiguos negativos guardados en un delicado maletín de haya bellamente tallado. Al positivar el material en un moderno estudio actual, aparece, entre todas las imágenes, la estampa depositada en la eternidad del olvido. Son ellos, iluminados con la luz de un nuevo día del siglo siguiente, un siglo más tarde vuelve a verse las caras de nuevo de los protagonistas, cobran vida después de las tinieblas. Se felicitan por haber pospuesto a última hora de aquella maravillosa mañana los diversos y mezquinos compromisos mundanos que tantas veces les impedían vivir, por un rato dejaron de ser los esclavos de la obstinada y tirana jerarquía de las prioridades establecidas que por costumbre les privaban de vivir momentos simples, como el inmortalizado patinando en grata compañía. Aquella mañana tomaron la mejor decisión al ir a patinar al parque, y así posar eternos ante la cámara, un instante que narra horas cruzando los brazos unos con los otros, intercambiando miradas llenas de cómplice felicidad, de indisimulable gozo, que, si no las hubieran vivido, jamás se hubieran rescatado muchos años más tarde después de la debacle que se les cernió, del futuro segado por la espada de Damocles cayendo sobre su existencia, cercenadas millones de vidas en un baño de sangre que tiñó de rojo grisáceo la tierra durante los años de la contienda.
Jordi Rosiñol Lorenzo