La batalla se ganó vistiendo de rojo
Por la ciudad, y a pesar de nuestra vistosidad, cada vez sumábamos menos los que rompíamos de color el gris de la ciudad de la luz en aquellos aciagos, y convulsos tiempos. Pero antes he de decirles que, desde que salí de la factoría en 1906, me sentí muy orgulloso de la vida que me había tocado en suerte, gracias al azar y, por tan solo dos dígitos, me libre de estar metido gran parte del tiempo en una cochera, de conocer escasas calles, o de adolecer de la ignorancia trazando rutas, además, y no menos importante, vestir todo mi kilometraje con el oscuro de la época, sentando casi siempre las mismas posaderas en mis mullidos asientos, ahora con el paso de los años aún soy más consciente, y feliz por mi ajetreado quehacer por las calles parisinas.
Nací, rozando ya la primavera, y durante mis primeros pasos, o, mejor dicho, primeras rodadas, las di luciendo de rojo brillante con la pintura encarnada y algo fresca, resaltando el color negro de los pasos de rueda, y el amarillo intenso de las llantas y palieres, los taxis Renault 8cv hacíamos girar las cabezas de los transeúntes a nuestro paso. Acababa de empezar mi existencia en la capital más bella de Europa. Y no tarde mucho en entender la importancia que tenía bajo el peso del experimentado chófer. A diferencia de mis hermanos pobres, nosotros además del colorido, nos incorporaron tecnología punta que iba más allá del motor de dos cilindros, nosotros estrenábamos los primeros taxímetros.
Pasaban los años yendo de Montmartre a Le Marais o viceversa, en fin, el caso es que en 1914 ya conocía y había estado infinidad de veces en todos los confines de la ciudad, también he de decir, que, aunque ahora me dé algo de vergüenza, en aquella época ya lidiaba con un ego disparatado, miraba por encima de los focos a casi todos los coches con los que me cruzaba. También me acuerdo que monté a genios desconocidos por aquel entonces, recuerdo a Modigliani escarbando en los bolsillos de su raída chaqueta en busca de las monedas que le faltaban para pagarnos la carrera, mientras mi chofer se atusaba impaciente el encerado bigote con una mano, y yo al ralentí me irritaba por la tardanza de aquel joven pintor, en aquellos momentos por Montmartre vivía también Pablo Picasso, pero, o no me tocó montarlo, o tenía aún menos monedas perdidas por los bolsillos que Modigliani.
En septiembre de 1914, coleando el verano, y a pocos meses del comienzo de la Gran Guerra, sorprendentemente las tropas alemanas se encontraban a pocos kilómetros de mi querido París, ¡El enemigo amenazaba la paz de mi rodar! Y eso no, por ahí no pasaba, estaba dispuesto y engrasado para defender la patria hasta dar mi última gota de aceite, es más, si hubiera tenido Radio casete como tienen hoy en día los taxis, no duden que llevaría a todo volumen, y en bucle de reproducción “La Marsella”. En fin, volvamos al día de los hechos. En la avenida de los Campos Elíseos, en perfecta fila, uno tras otro, los seiscientos taxis iniciamos el primer y, que yo sepa, único taxi-puente de la historia.
- ¿Dónde los llevo? —Ese día siempre fue la misma contestación.
- Deprisa, al frente, por favor.
De París al frente, a la batalla de Marne cargados de soldados, y de vuelta con heridos y civiles. A pesar del polvo, de los brochazos de fango en mis laterales, y de escuchar el taxímetro sumar francos a nunca cobrar, ni así baje nunca la moral en el combate.
En uno de mis últimos viajes junto con los soldados subió un civil libreta y lápiz en mano, era español, y chirriaba más que mis bielas con su terrible acento al intentar expresarse en francés, pero era un hombre afable y simpático, y me pareció que comulgaba con nuestra causa. Llegados al frente se sentó a escribir su crónica apoyado y protegido por mi lateral opuesto al posible fuego enemigo. Al cabo de los años, ya descansando mi amortiguación en un museo gracias a nuestro acto heroico salvando París, me salvó a mí del desguace, fue ahí, y por casualidad supe que el cronista, era un periodista enviado especial del diario catalán la Vanguardia, conocido por Gaziel, al que nunca dejé de leer en la tranquilidad de la peana que me sustenta.
Jordi Rosiñol Lorenzo.