El retorno de la sangre. Por Marcelo Galliano

El retorno de la sangre

-¿Quién es?
-Zunilda, don Ranitti. Busco a doña Elisa.
-No está.
-Pero me dijo que hoy iba a pasar por mi casa y…
-¡Le dije que no está! -grita el viejo sin siquiera abrir la puerta, para luego completar de manera fastidiosa-: tuvo que viajar de urgencia… se enfermó una de sus hermanas.
-Ah, cuánto lo lamento –contesta la mujer, con sequedad, distante ante el tono del viejo-. Si llama dígale que pasé a verla.
Ranitti ni siquiera presta atención a la última frase. Como un reflejo, como un acto de defensa, da una vuelta más a la llave y respira con violencia, apoyando su frente en la puerta, jadeando como un animal malherido.
Ha pasado una semana, solamente una semana desde el asesinato, de ese arrebato de odio, de esa locura, de ese filo de cuchillo entrando y saliendo de la carne de Elisa, trillándola en surcos que al instante de nacer se convertían en riachos de sangre tibia que ensuciaban sus manos de asesino.
Quita su cabeza de la puerta e intenta erguirse, calmarse, convencerse. “Todo está bien, fue perfecto, nadie sospecha”, se repite una y otra vez acercándose a la mesa para procurarse un vaso de agua.
Toma el vaso y una jarra para servirse. Inclina la jarra y el líquido comienza a caer suavemente como un pájaro, como un pañuelo transparente que se alarga y se desvanece. El viejo Ranitti intenta relajarse observando el chorro de agua cayendo en el vaso, pero una rara vibración gana sus manos, sí, un extraño temblor nace justamente en sus manos como en aquel momento en que… Sus manos que ahora sueltan la jarra y el vaso dejándolos caer y convertirse en mil islotes de cristal sobre la mesa.
“No es posible, es sugestión -se dice- solamente sugestión”. Ya ha pasado una semana, ya ha restregado sus palmas y sus dedos cientos de veces, ya no quedan ni vestigios de ese perfume a muerte, todo es perfecto, todo ha salido a las mil maravillas, nadie sospecha nada, nadie ha visto el cadáver, nadie ha observado sus manos manchadas de sangre…
Caminar, eso, mejor caminar, mostrarse por el pueblo, ver gente. Toma un abrigo y sale. La mañana está soleada pero fresca. En la plaza relucen los puestos de frutas, de quesos, de pescados.
-Don Ranitti, ¿cómo anda? -le dice un vendedor desde un puesto.
-Acá me ve -responde el viejo simulando una sonrisa.
-Llegaron estas manzanas de Río Negro; pruebe una.
-Gracias -el viejo Ranitti la lleva a su boca al tiempo en que resuena la pregunta del puestero:
-¿Y doña Elisa, cómo anda? Hace rato que no la veo.
Ranitti paraliza sus labios al instante en que iban a morder el fruto. Un escalofrío empieza a ganar su pecho, su garganta. Su mano comienza a temblar… sí, otra vez su mano… La manzana rueda por el piso ante la sorpresa del comerciante:
-¿Le sucede algo, don Ranitti?
-Nada, nada –balbucea el viejo-, tengo que irme.
Ranitti se larga a andar a paso raudo. “Nadie sabe nada, la maté con mis propias manos pero nadie sabe nada -se repite- nadie me vio, nadie sospecha cómo lo hice, ni donde la enterré, ni nada.” El aire parece burlarse y también el cielo y también la gente, como si la creación toda enhebrara en su contra un murmurado silencio, como si el universo supiera su más recóndito secreto de muerte.
-¡Don Ranitti, qué bueno que lo veo! –grita la voz de una mujer que se asoma desde una tienda, deteniendo el acelerado paso del viejo-. Ya está listo el vestido.
-¿Cómo dice? –pregunta Ranitti sin poder disimular la agitación reciente.
-El vestido que hace diez días me dejó doña Elisa para que se lo arreglara. Acá está, mire, quedó hermoso. Hace rato que está listo, pero no la volví a ver.
Ranitti intenta disimular su estado y toma el vestido fingiendo admiración, conformidad por el trabajo. Pero un raro picor gana sus dedos, a la vez que un inconfundible perfume a sangre llega a su boca, a su nariz.
-Si quiere se lo envuelvo -dice la mujer-.
-No, ahora no.
-Pero mire que su esposa me lo dejó pago….
-¡Le digo que ahora no! -responde Ranitti, saliendo del lugar abruptamente y comenzando a trotar.
“No puede ser -se dice mientras corre- es mi imaginación, solamente mi imaginación”. Corre, corre… Alguna vidriera lo duplica impiadosamente; algunos intermitentes dedos de sol llegan a sus ojos adelgazándose entre los árboles. Mejor volver a casa y descansar, sí, descansar. Hace varias noches que no duerme, es eso, falta de sueño, por lo demás no hay de qué preocuparse, ya habrá excusas para justificar que Elisa no vuelve al pueblo: que la hermana se ha agravado, que es mejor que esté con ella, blablablá blablablá. Ya podrá irse él también de allí y con el tiempo nadie se acordará de ellos, nadie imaginará el crimen, el odio, el cuchillo penetrando el cuerpo de Elisa y la sangre naciendo y creciendo y llegando a sus manos criminales…
Llega a su casa nuevamente. Es casi mediodía, pero se niega a comer, se niega a mirar la habitación, se niega a observar la ropa de Elisa, la quietud de los muebles, el silencio estático que se huele, que se palpa, que se muerde como la carne de un durazno. Se echa a la cama, sí, sin pensar se echa a la cama y cierra sus ojos, intentando perderse en la piadosa negrura que le entregan sus párpados cerrados. Los golpes en la puerta lo despiertan.
-¿Quién es?
-El comisario Sabasta ¿Me permite unas palabras, don Ranitti?
-¿Qué lo trae por acá? -pregunta el viejo, abriendo la puerta.
-Disculpe que lo moleste, don Ranitti, pero me gustaría hacerle unas preguntas.
-Usted dirá.
-Hace una semana un forastero llegó a mi despacho y declaró haber escuchado gritos al pasar por la puerta de su casa. Se imaginará que, con los años que hace que lo conozco a usted, no iba a tomar en serio esa declaración. Supuse que era uno de los tantos borrachos que caen por esta zona. Pero verá, hace días que no lo veo a usted con doña Elisa y en el pueblo me han dicho que hoy anduvo solo por la plaza.
-Las noticias corren rápido.
-No se ofenda, don Ranitti, no es por comedido que vengo, sino tan sólo para preguntar si doña Elisa está enferma.
-Elisa está muy bien. Se fue de viaje a cuidar una hermana. Ahora si me permite…
-Perdone que insista, don Ranitti, pero necesitaría inspeccionar su casa.
-¿Cómo dice?
-Es rutina; es que mal o bien hubo una denuncia y al no estar doña Elisa acá…
-Comprendo –responde Ranitti fingiendo amabilidad, pensando que lo mejor es no despertar dudas.
El comisario recorre la casa. Todo está en orden, no hay signos de violencia. “Nadie sospecha nada, nadie sabe que la maté – piensa Ranitti- nadie vio nada, nadie observó su cuerpo destrozado ni mis manos llenas de sangre…”
-¿Conforme, comisario?
-Don Ranitti, no sé cómo pedirle disculpas, usted es un personalidad en el pueblo y…
-No se haga problema, usted vino a cumplir con su deber.
-Lo dejo tranquilo, cualquier cosa que necesite me viene a ver a mi despacho –dice el Comisario a modo de despedida y extendiendo su brazo.
Ambos hombres estrechan sus manos, pero de la palma de Ranitti parece nacer un temblor y una rara transpiración, una tibia y pegajosa humedad. El comisario Sabasta no entiende, no puede definir esa espesa sustancia que le empapa sus dedos; por eso levanta su cabeza y clava sus atónitos ojos en las pupilas de Ranitti, buscando una explicación a lo que sucede… El viejo tiembla, aterrado, solamente tiembla; su boca no atina a pronunciar la respuesta que ya comienzan a dar esas gotas rojas que fluyen, que caen, que forman en el piso un inevitable charco carmesí.

Marcelo Galliano

Jurado del VIII Certamen «<Poemas sin Rostro» 2013

Un comentario:

  1. Impecable. (¿Para qué voy a decir más?)

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