Toro Bravo. Por Ángel Medina

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TORO BRAVO

                                         

   Hay ocasiones en las que la cara de alguien te “suena”, pero no llegas a identificarlo en ese momento. Y es que hoy día se hace publicidad de casi todo con tal de venderse el producto, desde un dentífrico hasta la consulta de un dentista, foto incluida del sacamuelas.

   Recuerdo que me encontraba sentado en la terraza de una céntrica cafetería en tanto hojeaba-ojeando el periódico. Era la hora del aperitivo, hacía calor y las ramas de un frondoso árbol me cubrían con su sombra mientras disfrutaba de una cerveza helada.

   Enmarcada en la sección de anuncios figuraba la tierna figura de un perrito de pocos meses, el cual ofrecían para que fuese adoptado. Los tiempos cambian. Prohijamiento, acogida, no venta. En lugar de traficar, mayor sensibilidad. Es hija del progreso la afectividad hacia esos seres indefensos, que son los animales.  En eso, ciertamente se ha avanzado socialmente. El dulce chucho es noble y procura compañía, y más en determinadas condiciones de soledad, porque, ya se sabe, desde hace tiempo la natalidad está decreciendo por múltiples causas, en un abanico que cubre desde la dificultad de poder atender los progenitores a sus hijos, al trabajar ambos, hasta la inestabilidad económica de muchas parejas, amén de los que se anclan en el celibato y no quieren estar solos del todo,  por no decir del eufemismo de lo que viene a llamarse “interrupción voluntaria” para no tener el retoño.

   Debe ser porque se paga una cantidad de impuestos enormes; las mesas estaban distribuidas muy próximas unas de otras, a fin de aprovecharse al máximo los metros cuadrados, con lo cual, sin caer en la mala educación de prestar atención a las conversaciones ajenas se hacía inevitable enterarme de lo que decían los que se encontraban a mi lado.

   La ocupaban dos desenfadados caballeros, pulcramente vestidos con ropas de marca y aire de ejecutivos de alto standing. Aquel diálogo fue creciendo de decibelios, sacándome momentáneamente de la lectura, participando de él como espectador mudo, aún sin proponérmelo.

   Por el tono de la voz, se colegía que lo que hablaban les resultaba desagradable.

  •    ¡Pobre animal! – se le escapó un suspiro a uno de ellos.

  •    ¡Debería suspenderse el espectáculo! – le replicó su compañero.

  •    ¿Después de tanto tiempo? Generaciones, siglos…

  •    Precisamente por eso.

  •    ¡Y dicen que no sufren!

  •    ¿Cómo no han de experimentar un enorme pesar? El dolor está asociado a la glándula hipófisis, situada en el cerebro, la cual segrega la hormona beta endorfina. En cantidades elevadas tiene un efecto analgésico y la sensación puede ser menor debida a la tensión que vive la fiera en ese momento, entre el sobrevivir y la muerte. ¡Pero padecer, claro que sí!

  •    Eso divide a la afición entre el sí y el no.

  •    Me pregunto, y es un decir, ¿acaso puede ser ético matar a un ser vivo, aunque no padeciese?

  •    ¿Acaso no ha de sentir el daño de los objetos punzantes que le son clavados?

  •    Los partidarios dicen que aflige más al animal el estrés durante el traslado que en la corrida.

  •    Se apoyan en unos estudios hechos del nivel de cortisol.

  •    La hormona que se libera como respuesta al estrés.

  • ¡Esa! Pero ese estudio no se sostiene, ya que está hecho al final de la lidia, cuando tiene la médula espinal seccionada o está muerto. Eso ha de medirse antes de martirizarlo, en tanto que el sistema nervioso está íntegro.

  •    ¿Es que no son lamentos sus bramidos?

  •    La sociedad tiene que tomar conciencia de la protección de los animales.

 

   Confieso que me sentí preocupado al compartir involuntariamente aquella conversación. Y sin saber por qué, me vino a la cabeza aquella frase del pobre de Asís: “Si existen hombres que excluyen a cualquiera de las criaturas de Dios del amparo de la compasión y la misericordia, existirán hombres que tratarán a sus hermanos de la misma manera”.

   Entre tanto, rondaba por mi testa la pregunta acerca de la identidad de los dos caballeros. Era evidente que tenían conocimientos de fisiología, confortándome saber que teníamos una misma sensibilidad, y era la del respeto por la vida, aunque fuese la de los que consideramos seres inferiores a nosotros.

   Hice una indicación al camarero, pagué mi consumición y me desplacé hasta la parada del bus para volver a casa, no sin antes, en un gesto cortés, sonreír a mis vecinos de mesa, que me correspondieron de igual manera.

   Una vez dentro del autobús me acomodé a mis anchas y retomé la lectura del matutino. Mis ojos tropezaron con la fotografía que se destacaba en un recuadro, constatando que se trataba de la de los defensores de la dignidad de los morlacos; saludaban con una sonrisa dentífrica en tanto chupaban el plano. A pie del mismo podía leerse:” Clínica “X”. Interrupción voluntaria del embarazo”.

   Conforme me alejaba de ellos, los vi por última vez desde la ventanilla, achicándose las figuras hasta perder su contorno. Tal vez, hablando de la irracionalidad que supone matar al toro de lidia, o quizá planificando el apadrinamiento de un perrito de la protectora.

 

Ángel Medina

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