Muchas veces me han preguntado qué es, en realidad, el ego. A lo largo de mi recorrido profesional he comprobado que no hay una única respuesta, al contrario, quizás existan tantas como seres humanos somos. El ego es esa parte de nuestra personalidad que comienza a gestarse desde el primer momento que nos afirmamos como personas en este mundo. Engloba nuestro carácter que, influido por el temperamento, se va desarrollando conforme avanzamos en nuestro devenir vital. El ego es también nuestra mente, esa parte de nosotros más apegada con lo material de la existencia y que funciona de un modo, digamos, más automático y práctico. También participa de nuestras emociones más primarias, aquellas que están por acrisolar o pulir y que constituyen el negativo del verdadero sentimiento, como diría el doctor Bach. Así el odio o la inquina podrían ser las semillas del amor. Dice Dennis Miller, comediante y comentarista político americano, que el ego es ese feo duendecillo que vive bajo el puente que va de la mente al corazón. Nos proporciona una identidad y nos convierte en individualidades; sin embargo, un ego demasiado apegado a sí mismo, puede acarrear el peligro de un irreversible endurecimiento anímico y espiritual. Un exceso de ego nos hace densos, nos seca y no permite que nuestras emociones se transformen en sentimientos libres que fluyan como agua de río, sin encontrar troncos a su paso. Por lo tanto, una parte de ego es necesaria en nuestro desarrollo, todo aquello que lo supere, nos va a generar problemas en nuestras relaciones y evolución personal.
Las flores de Bach que trabajan con el ego son, principalmente: Chicory (Achicoria), Heather (Brezo) y Vine (Vid).
Chicory estimula los sentimientos de amor incondicional trabajando sobre emociones primarias como: manipulación, posesividad, egocentrismo, invasión, llamadas de atención. En el estado negativo de «Chicory», podemos decir que para estas personas el mundo gira a su alrededor, sin importar como se sientan los otros.
Heather motiva el interés y la escucha profunda al prójimo y al mundo. En su estado negativo la persona es «cargante» en sus monólogos y mantiene el interés centrado en ella únicamente. El individuo «Heather» jamás te preguntará: «Y tú… ¿cómo estás?».
Vine alienta las características del «líder positivo» que es capaz de sacrificar sus propios intereses en pro de sus acólitos, protegidos o seguidores. En estado negativo, la persona «Vine» está dominada por la ambición y por el afán de poder. Buscan la sumisión, dependencia y obediencia de los demás. Por ejemplo, un dictador sería un clásico ejemplo de personalidad «Vine».
Antes de pasar a nuestra fábula hindú: «El eremita astuto», me gustaría dejaros con unas cuantas citas que transmiten muy bien reflexiones sobre nuestros egos:
«Cuando dejamos de lado el ego, tenemos acceso a la totalidad de la memoria». Merlín, el Mago.
«Dios no encuentra sitio en nosotros para derramar su amor, porque estamos llenos de nosotros mismos». San Agustín.
«Dentro mío hay alguien que es mucho más Yo Mismo que yo mismo». San Agustín.
«Sólo el egoísmo y el odio tienen patria. ¡La fraternidad no la tiene!» Alphonse de Lamartine.
«La raíz escondida no pide premio alguno por llenar de frutos la rama». Rabindranath Tagore.
El eremita astuto.
Cuento clásico indio sobre el peligro del ego.
Hace algún tiempo existió un eremita muy peculiar. Sus cabellos eran blancos como la espuma y su rostro aparecía surcado con esas profundas arrugas que delatan más de un siglo de vida. Sin embargo, su mente continuaba sagaz y despierta, y su cuerpo flexible como un lirio. A costa de someterse a toda suerte de disciplinas y austeridades, había obtenido un asombroso dominio sobre sus facultades y desarrollado portentosos poderes psíquicos. Pese a todo, aún no había logrado debilitar su arrogante ego.
Cierto día, Yama, el Señor de la Muerte, envió a uno de sus emisarios para que atrapase al eremita y lo condujese a su reino. El ermitaño, con su desarrollado poder clarividente y consciente de que la Muerte no era clemente con nadie, intuyó las intenciones de su emisario y, experto en el arte de la ubicuidad, proyectó treinta y nueve formas idénticas a la suya. Cuando el enviado de la parca llegó, contempló, estupefacto, cuarenta cuerpos iguales y, como le fue imposible detectar el cuerpo verdadero, no pudo apresar al sagaz eremita y llevárselo consigo.
El emisario de la muerte regresó junto a Yama, su señor, y le expuso lo acontecido con una gran sensación de fracaso. El poderoso Señor de la Muerte se quedó pensativo durante unos instantes. Acercó sus labios al oído de su mensajero y le dio algunas instrucciones de gran precisión. Una sonrisa asomó por el rostro, siempre circunspecto, del ayudante de la Muerte, que presto se puso en marcha hacia donde habitaba el eremita. De nuevo, éste, con su tercer ojo altamente desarrollado y perceptivo, intuyó que se aproximaba el mandado de la parca. En unos instantes, reprodujo el truco anterior y recreó treinta y nueve formas exactas a la suya. El emisario de la muerte se encontró con cuarenta cuerpos idénticos. Siguiendo las instrucciones de Yama, su señor, exclamó:
—Muy bien, pero que muy bien. ¡Qué gran proeza!— Y tras un breve silencio, agregó—:aunque… sin duda, has cometido un pequeño fallo. Entonces el ermitaño, herido en su orgullo, se apresuró a preguntar:
—¿Y cuál es ese error?
Así fue como el mensajero del Señor de la Muerte pudo atrapar el cuerpo real del eremita y conducirlo sin demora a las tenebrosas moradas de la muerte.
El Maestro concluye: «El ego abre el camino hacia la muerte y nos obliga a vivir de espaldas a la realidad de nuestra esencia, nuestro verdadero Ser. Sin ego eres el que jamás has dejado de ser».
Mar Cano Montil
Psicóloga, logopeda y escritora