Milenka.
A Marcos Lisón ya nada le extrañaba en la vida, sabía perfectamente que el peor enemigo de los españoles eran los propios españoles. Lo había aprendido durante la guerra, cuando en infinidad de ocasiones había visto en los rostros de sus compatriotas el placer amarillo de ver caer al prójimo.
Algunos hasta pregonaban frases con eslóganes que dejaban patente aquella falta de sensibilidad y patriotismo: “Yo por tal de ver a uno de esos ciego soy capaz de saltarme un ojo”, decían ufanos unos y otros, sin caer en la cuenta de que de esa forma los españoles acabaríamos tuertos, ciegos y tullidos frente a un mundo que después nos aplastaría. No había más que echar un vistazo a la historia para comprenderlo: invasiones, enajenaciones territoriales y soberanas, miseria y muerte.
Por eso no le sorprendió ver llegar al Gulag a tantos españoles que antes habían buscado protección en Rusia: republicanos, niños de la guerra, maestros de escuela, militares españoles que la república había enviado allí para que se formaran como pilotos… Todos ellos acusados falsamente por las autoridades soviéticas de espionaje para impedir que salieran del país. Su delito había sido haber pedido ayudas a embajadas de otros países europeos que ahora, finalizada la II Guerra Mundial, estaban bajo protección de los Estados Unidos. Otros, haber sido testigos de la matanza del bosque de Katyn, donde el ejército rojo fusiló a más de 22000 polacos, detenidos tras la rendición de Polonia, entre militares, policías y civiles. Los rusos negaban tal genocidio, argumentando que se trataba de una estrategia de la poderosa propaganda nazi, que lo había inventado todo. Y sus aliados por aquellas fechas, año 1940, Francia, Reino Unido y Estados Unidos, los creyeron. Así que fueron condenados por traidores. Algunos incluso por el propio Partico Comunista de España que, junto al Partido Comunista de la Unión Soviética, los acusó de fascistas para truncar su liberación.
Aquella macabra broma del destino aglutinó en las celdas de las cárceles rusas y gulags a las dos Españas. La que durante la guerra había buscado protección en Rusia y a la que había ido allí a luchar contra el comunismo, los supervivientes de la Legión Azul. Viejos enemigos de la guerra civil española, sometidos ahora a la tiranía del extranjero por no haber sabido convivir en su patria.
A aquellas alturas de su vida, lo único que le preocupaba ya a Marcos Lisón, ex legionario azul, era su condena: 25 años de trabajos forzados en los campos de concentración del Este como prisionero de guerra era mucho. Claro que él sí se lo merecía, él había ido allí a luchar contra los rusos, aunque luego fueran sus compañeros de armas los que lo entregaran al ejército rojo. Lo único que sentía era que aquella condena lo alejaba para siempre de Milenka. –Milenka–, se repitió a sí mismo. – ¿Dónde estaría ahora?
Milenka era una joven de dieciséis años que, durante el cruel sitio de Stalingrado, tuvo que aprender lo malos que los seres humanos se pueden volver en determinadas condiciones. Vecinos que antes se deshacían en lisonjas con ella y con su hermana, ahora las expoliaban a cambio de unos gramos de azúcar o de té. Profesores que la habían admirado por su tesón en los estudios, la sometían ahora a tratos humillantes si quería conseguir una pata de madera de los viejos pupitres, o unas astillas de las ventanas de su antiguo colegio. Poco a poco, vio morir a su familia de hambre y frío, incluida una hermana menor de apenas catorce años que nunca había sido tan fuerte como ella. Fue entonces cuando, junto con otras chicas, decidió ganarse unos mendrugos de pan y unas astillas de madera recorriendo el frente y aliviando a los soldados de sus tensiones sexuales. Cambiar sexo por comida era un buen negocio. El dinero había perdido todo su valor y si es que se podía utilizar en algún sitio, era en el mercado negro. Donde las incipientes mafias estaban haciendo su agosto.
Una noche del último invierno, unos soldados veteranos llevaron a un grupo de chicas a los batallones. Los oficiales no permitían expresamente aquellos saraos, pero sabían que la inmensa mayoría de sus hombres eran jóvenes que se jugaban la vida a todas horas y también que eran más dóciles cuando se habían aliviado. Así que en aquellas ocasiones, unos miraban hacia otro lado y otros incluso participaban del botín. Aquella noche Marcos conoció a Milenka y desde ese momento empezó a buscarla por los barracones donde intuía que iban a ir. Marcos sabía que ella no era de nadie, pero no podía evitar el nudo que se le hacía en el pecho al recordarla o al intuir su sombra entre la población civil. La buscaba por las cercanías de los barrios sitiados, más allá era peligroso adentrarse porque había un fuerte movimiento disidente y no era raro que el soldado que se aventuraba apareciera decapitado unas horas después.
Su empecinamiento obtuvo recompensa y un atardecer la encontró rebuscando algo que llevarse a la boca en las proximidades de una alcantarilla rota por la que, de vez en cuando, aparecía alguna rata. Los gatos y los perros ya hacía meses que habían desaparecido de las calles y se sabía que algunas personas se comían a los vecinos que habían muerto antes que ellos, mientras otros ocultaban sus cadáveres para ir racionando su carne.
Al verla, el corazón de Marcos se desbocó dentro de su pecho. Se acercó a ella tan sigiloso como lo hacía cuando iba con su hermano antes de la guerra al Paseo de Ronda y juntos recorrían las huertas que lo cercaban, antes de que empezaran las obras de los Nuevos Ministerios, y cazaban lagartos o pájaros. La agarró por el brazo suavemente, pero ella se sobresaltó. Sin embargo, al girarse hacia atrás y verlo su tensión se relajó. Era el soldado barbilampiño, alto, delgado y desgarbado, que había conocido unas noches antes y que a juzgar por los ojos con que la miraba, se había enamorado de ella.
Marcos la arrastró hacia unos barracones del campamento español, que había cerca, y la ocultó entre unos fardos. Después la tumbo en el suelo. Con el dedo índice de la mano derecha sobre los labios, le ordenó que no gritara. Milenka no había pensado hacerlo. Sabía perfectamente lo que iba a pasar a continuación y no le importaba si a cambio obtenía algo de comer. De todos modos gritar tampoco era una solución, si el resto de los soldados la oían, la situación solo iría a peor, así que aguantó estoica su suerte. Marcos se metió las manos en los bolsillos de su chambergo, sacó un cuartillo de chocolate y un bollo de pan y se los puso sobre el vientre para que los ocultara, mientras la miraba a los ojos con brillo inusitado. Acto seguido Milenka se levantó las faldas y se bajó las bragas para que él obtuviera los beneficios de trueque, pero Marcos se las agarró, se las subió y le tapó las piernas sin dejar de mirarla. No era aquella su intención, no es que no la deseara, la presión entre las costuras del tiro de sus pantalones no dejaba de recordárselo, pero no era eso lo que buscaba.
Con su mano derecha le acarició los rubios cabellos, se los apartó de la cara, se acercó a ella lentamente y la besó en la frente. Al notar el calor de los labios de Marcos sobre su piel se estremeció, luego él se retiró lentamente y le preguntó su nombre. Ella no lo entendió, entonces él, señalándose el pecho, pronunció el suyo lentamente y marcando las sílabas.
–Mar-cos. Yo soy Mar-cos.
Ahora, viendo llegar a sus compatriotas derrotados, la recordaba.
No la había vuelto a ver desde aquel fatídico día.
Él tenía asumido a qué se dedicaba Milenka, de hecho no dejaba de recordar cómo la había conocido. Pero igualmente había asumido que con su ayuda ella podría abandonar aquellas prácticas.
Un día, al volver de una patrulla, oyó música procedente de una gramola. Era una conocida polca sobre la cerveza que se hizo muy famosa en el frente durante aquellos meses. Siguiendo sus notas llegó frente al barracón del que procedía. En la puerta había varios soldados esperando, unos sentados en el suelo fumando y otros bebiendo vodka. Un sentimiento de ira le arrebató el sentido y encaminó sus pasos hacia interior. El resto de los soldados le cortaron el paso argumentando que había un turno, pero no fueron suficientes para hacerle desistir de su intención. En el interior varios de sus compañeros copulaban con otras tantas chicas, unos sobre las camas y otros en el suelo. Su vista recorrió toda la habitación hasta que en un rincón, sobre una de las mesas, vio apoyada una chica. Sus cabellos rubios estaban esparcidos por la mesa, su cabeza descansaba sobre el tablero con el rostro vuelto hacia la pared de modo que no se podía ver. Tenía las faldas levantadas hasta la cintura, sus nalgas al aire, las bragas liadas sobre uno de sus tobillos y sus manos aferradas al borde de la mesa, mientras, un soldado con los pantalones bajados hasta las rodillas la penetraba una y otra vez, como si de una yegua se tratara. La angustia se apoderó de Marcos y la ira le nubló el pensamiento. Mientras se dirigía hacia ellos fue descolgándose el fusil del hombro, lo agarró por la bocacha y con toda su ira estampó la culata del arma sobre la cabeza del soldado. La chica, que no lo había visto venir, se levantó inmediatamente aterrorizada por los gritos y la sangre derramada por todos sitios. Algunos dientes del soldado que unos segundos antes la penetraba estaban ahora sobre su cuerpo. Ciego de rabia Marcos la cogió por el pelo y se la acercó a la cara con el fusil en alto, a modo de porra. En el altavoz de la gramola una panda de borrachos solicitaba, a voz en grito, otro vacho de chervecha… Entonces se dio cuenta de su error. No era Milenka.
El resto de soldados se abalanzaron sobre él y le propinaron una descomunal paliza. Evidentemente no podían dar cuenta de él porque la situación era del todo ilegal. Alcohol, música, putas… Si todo aquello salía en una investigación, tanto a ellos como al jefe de su sección, que lo había permitido, se le caería el pelo. Su agresión se saldó con un juicio de honor, con todo su cinismo. En el que salió a relucir su relación con Milenka y la ayuda al enemigo, como la calificaron a ella, que desde ese momento tuvo que dejar de ir por el campamento. Él fue sometido a todo tipo de vejaciones y después, sin sentido ya, lo arrastraron hasta las líneas enemigas donde lo cambiaron por Vodka y leña.
Antonio Miguel Cascales García
Premio del Público del X Certamen de Narrativa Breve 2014