Prólogo del libro “Relat@s en el canal” 2005
En Las babas del diablo, el célebre cuento de Julio Cortázar, unas fotografías tomadas al desgaire bastaban para asomarnos a un mundo de replegada sordidez. Quizá inconscientemente, Cortázar nos proponía –sin recurrir a las servidumbres teóricas- su entendimiento del cuento, en el que no importa tanto lo que se nos muestra como el fermento imaginativo que su lectura deja en nosotros, la reverberación que un acontecimiento en apariencia nimio despliega en nuestra memoria, acechándola, martirizándola como un pecado, infectándola con sus estrategias ofidias. Creo que en el cuento -y quizá en esta preferencia por el pudor y la veladura debamos buscar las razones de su rechazo entre el público más comodón- importa, mucho más que lo que se relata, lo que se queda dormido entre líneas, esperando que el lector lo despierte con su inquietud, con su estupor, incluso con su exasperada inconformidad. Son estos fragmentos de escritura dormida, estos huecos de zozobra que el escritor siembra en sus cuentos los que después, en la imaginación del lector, ayudarán a resucitar ese subsuelo de significaciones ocultas de las que sólo ha recibido una información reticente. El cuento redondo, como la fotografía que fija la realidad en un instante para hacerla más duradera, no aspira a captar un tumulto de pasiones, mucho menos un catálogo de episodios o personajes que expliquen el mundo; esa tarea enunciativa, más o menos prolija o llevadera, corresponde a la novela. El cuento no declara las cosas, ni siquiera las aclara; tan sólo aspira a iluminarlas con un súbito relámpago, antes de volver a sumergirlas en el tenebroso caos del que proceden. Pero basta ese relámpago, o la clarividencia que ese relámpago dejó en nuestras retinas, para que la impronta de ese cuento adquiera relieve en nuestra memoria, crezca como una levadura de revelaciones, colonice esos territorios de zozobra o ensoñación que las buenas lecturas incorporan a nuestro mundo sensible.
Huelga añadir que, entre las estratagemas del cuento, nunca deben contarse los procedimientos acumulativos que aliñan otros géneros. Importa en el cuento condensar la acción -a veces hasta el esqueleto de una anécdota en apariencia trivial-, eliminar situaciones intermedias, sacrificar frases que propenden al desvelamiento del enigma. Importa, también, que, a través de una impresión apenas aludida, podamos invocar en el lector todo un enjambre de impresiones antiguas que algún día vivió (o quizá sólo soñó). O que, a través de un personaje adelgazado descriptivamente hasta la médula, logremos explicar algún rincón poco frecuentado de la naturaleza humana. La elusión como forma de elegancia espiritual, pero también como fuerza irradiadora que propulsa el cuento: sin su concurso, nuestras tentativas pueden quedarse en meras estampas coaguladas, en novelas enanas, en divagaciones más o menos evanescentes.
Todas estas virtudes se congregan en los relatos que el jurado del II Premio de Narrativa Corta convocado por el Canal Literatura de IRC Hispano -que tuve el honor de presidir- premió. Resultó una aventura en verdad subyugadora descubrir cómo internet, que algunos apóstoles del catastrofismo han querido pintar como el aniquilador de la cultura escrita, se ha convertido en esta ocasión en una gozosa celebración de la literatura, y más concretamente de este género tan poco valorado por la mercadotecnia que amenaza con deglutir el verdadero espíritu creativo. Para nuestra sorpresa, quienes componíamos aquel jurado nos tropezamos con un puñado de cuentos llenos de brío, inteligencia y sensibilidad, capaces de expresar con muy pocas palabras un tumulto de impresiones y experiencias vividas o intuidas, también de sueños que veces se visten sombríamente de pesadillas y a veces nos permiten asomarnos a esos recintos de luz que sólo la fantasía es capaz de vislumbrar. Y todo ello mediante un muy sabio y dosificado uso de las delicadas herramientas retóricas que exige el cuento: de este modo, ese populoso libro de arena que es internet se ha convertido en el refugio de un arte en peligro de extinción, el arte del cuento, que nunca acabará de perecer mientras haya alguien capaz de invocar todo un universo creativo a través de unas pocas páginas preñadas de significaciones. Hasta hoy teníamos el papel para plasmar esos universos germinales que crecen dentro de nosotros; a través de iniciativas tan loables como esta, nuestros cuentos se convierten en botellas arrojadas al océano virtual, mensajes escondidos en una botella que algún navegante descubrirá, en mitad de su singladura, quién sabe cuándo, quién sabe dónde.
JUAN MANUEL DE PRADA
Julio 2005