Hace unos días, al comentarle a un amigo que de vez en cuando necesitaba dar una vuelta por Galdós, me preguntó: «¿Qué es lo que lees de él para que te parezca así de interesante?». La respuesta no podía hacerse esperar.
Me gusta pasear de su brazo por Madrid, recorrer la calle Atocha o las aledañas de la Plaza Mayor, subir los peldaños de la casa de don Carlos Moreno por ver si ayuda a la pobre Benina, o encontrarme a Salvadorcillo Monsalud convertido en héroe o en villano.
Me gusta aprender a hablar con Torquemada, hábilmente casado (he dudado si escribirlo con zeta) con Fidelita, los aires de grandeza de su hermano, el olor a coles de casi todas las escaleras.
Me gusta el crepitar de la batalla, la mezcla de personajes ficticios con los históricos (esa nariz borbónica en la noche), el paseo de sus protagonistas por distintos episodios; saludarlos y conocerlos y tomarles cariño o manía según el comportamiento de cada cual. Me gusta ese mundo de papel, tan real como la vida.
Me gusta su forma de introducir la crónica, citando sus fuentes reales y también las inventadas, dirigiéndose al lector, no vaya a perderlo. Y esa sociedad tan hipocritilla y tan española en la que todos podemos reconocer a más de un personaje, pues poco se ha avanzado, con sus grandezas y sus miserias, ocupada en aparentar o esperando el reparto de prebendas y cargos en cada cambio de gobierno. E incluso la caterva de mendigos me gustan, sus descripciones detalladas que atacan a todos los sentidos, y el desfile de burgueses adinerados, nobles arruinados, desheredados…
Me gusta su visión de Fernando VII, y la visión de los españoles de su rey traidor, y cómo me aproxima a cada detalle de la historia de España siguiendo la máxima de Horacio, de enseñar deleitando, y me gustan sus clérigos y sus cesantes. Y me gusta, sobre todo, la inocente figura de mi Máximo Manso, su respuesta particular a la realidad, su situación al margen de todo lo que ensucia, su final trágico y necesario.
Me gusta el Madrid que conozco por él, con sus comercios y sus tertulias, con sus arrabales desperdigados y polvorientos, con sus coches por el adoquinado y la arboleda de la Casa de Campo.
En fin, me gusta su lenguaje sencillo, su fino humor, su ironía, sus diálogos, su naturalidad. E incluso, por qué no, me gusta su retrato, su bigotito y sus ojos amables. Y sus relaciones con doña Emilia, otra grande (eso no me lo negarás, ¿no?), y su amor por la música, mi segunda gran pasión.
La verdad es que sí, lo veo interesante.
Y aunque quienes me conocen saben de mi inclinación por el realismo mágico, tan alejado de este Galdós modesto y poco dado al aparato, puedo defenderme tergiversando a mi antojo el sintagma y decir que relacionar a don Benito con el realismo literario en tan obvio que no merece discusión. Y que consiga con su pluma, con esos variados personajes de papel y carne y hueso, que nacen y crecen con nosotros, que un viaje de siete horas en autobús me parezca una delicia, eso es magia.
Elena Marqués
¡Bravo! Voy a releerlo, lo has conseguido.
Leyendo esta maravilla de reseña entran ganas de leer a Galdós. Y a Elena Marqués, por supuesto.
No pensé que fuera tan fácil. Y eso no que no he dicho todo lo que se podía decir. Os animo a retomarlo este verano.
La foto, en sí misma, ya es un relato. El texto es una cuidada reseña escrita con el mayor de los afectos hacia un autor inolvidable e imprescindible.
Muy bien, Elena. Pásate por aquí a menudo.