Balthus en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid
Deseo, asombro, soledad, erotismo e inocencia son solo algunas de las emociones que surgen de la incertidumbre y el caos de la obra pictórica de Balthus, un artista hecho a sí mismo y a contracorriente de todos los Ismos presentes en la cultura europea de principios del siglo XX. Atrapado por la necesidad de explorarse a través de otros, buscó refugio en artistas más clásicos como son, por ejemplo: Piero della Francesca o Caravaggio; o en obras literarias como Cumbres borrascosas de Emily Brönte donde indagó sobre la figura del señor Heathcliff. Su pintura es esencialmente vertical —si nos atenemos a composiciones como La calle— como los espacios que recorren algunos de sus figurantes que parecen ausentes del resto del mundo que les rodea. Esa especie de mimetismo se resuelve por la expresión de los ojos y el cuerpo, lo que funde la primaria condición de autómatas a sus personajes, para convertirlos en inocentes figuras de soledad. El objetivo de la narrativa pictórica de Balthus es sencilla: acompañar a su pensamiento, porque para él, la pintura lo es todo; una totalidad que abarca desde la preparación de las pinturas hasta la concepción nada circunstancial de sus cuadros, que siempre buscan la incertidumbre que provocan las emociones primarias. Como se suele decir en numerosas ocasiones, a veces lo menos es más, y sus retratos incrustados sobre fondos planos —la mayoría de las veces— así lo atestiguan. En este sentido, su poder no reside en las cercanías, sino más bien en el propio protagonista de sus pinturas. De ese modo sus figuras, casi geométricas y embutidas en perfectos cilindros, conos o trapecios, se rebelan frente al observador cuando le invitan a centrar su atención en un gesto o un objeto en principio secundario, pero que, sin embargo, es la fuente primaria de ese desasosiego tan presente en sus pintura. Algo que, por ejemplo, le ocurre al cuchillo hincado en el pan en Muchacha en verde y rojo. O a la ingenua postura de Thérèse soñando, cuando nos deja entreve su ropa interior, blanca como la luz que la alumbra e inocente como sus sueños. Ese foco de atención, no obstante, no siempre se circunscribe al solitario protagonista del cuadro, porque la figura del voyeur, a la que Balthus nos obliga a ejercer, puede estar direccionada a un lateral de su composición pictórica, en contraposición con la gama cromática del resto del cuadro, del modo en que aparece la modelo en El aseo de Cathy. Amigo de los espacios delimitados, Balthus también nos propone un arriesgado juego de naipes; un reto al que el pintor nos invita casi al final de la exposición en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, donde los tonos pastel cogen el espacio que antes solo estaba reservado a la intensidad de una paleta cromática coronada por rojos y verdes apasionados. Una palidez, la de su última etapa que no nos causa sorpresa, pues se derrumba en su famoso cuadro, La partida de naipes, quizá, porque sea la mejor expresión en su obra de la incansable búsqueda a la que el pintor se entregó acerca de la incertidumbre que provocan las emociones primarias.
Ángel Silvelo Gabriel.