Foto cogida de Internet
Y después de la venganza, ¿qué?
Le clavó el cuchillo en el pecho por tercera vez y al sacarlo un chorro de sangre le lleno las manos, la ropa y hasta la cara. Ahora sí había entrado con fuerza suficiente para romper el vaso que le llevaría a que se desangrara.
Pocos minutos después, el cadaver de Roberto yacía sin vida y con él terminaba su venganza. Esa venganza planificada al milímetro en cientos de noches insomnes, cuyo fin era terminar con los cuatro malditos violadores que, en una aciaga tarde de fiestas, la habían violado y en el juicio quedaron absuletos porque, según la sentencia, ella era la culpable por haberlos provocado.
Habían transcurrido tantos años desde aquel hecho que ni la policía lo había puesto en relación con ella; toda vez, que llevaba treinta años enclaustrada en un convento de monjas de clausura.
Carla, ahora madre Cecilia, se tumbó en el suelo y respiró hondo un par de veces. Esperaba encontrar esa paz de espíritu tan ahnelada, esa tranquilidad del trabajo finalizado, pero algo bullía en su interior, algo que no la dejaba serenarse. Y no era el miedo a que la descubrieran, con eso ya contaba, incluso pensó en entregarse cuando terminara con todos. Cerró los ojos y por su mente pasaron a gran velocidad las imágenes de otras chicas violadas, las noticias en los periódicos, las bajezas a las que son sometidas, esos jueces sin piedad para la víctima que se convierte en acusada…
Se puso en pié, se sacudió el hábito, se cubrió con la gabardina para tapar la mancha de sangre y estiró la espalda, ya resentida por la edad. Acababa de tomar una decisión libre. Su venganza había terminado, pero seguiría matando, ahora porque quería, porque deseaba causar daño y dolor a todas esas personas intolerantes, inconsecuentes, no empáticas, violadores, maltratadores, asesinos… Dios le había dado una habilidad y un talento especial para el suo del cuchillo y nunca se perdonaría si no lo pusiera al servicio de las más necesitadas.
Salió del almacen y subió a la vieja furgoneta. Tocó la virgencita que colgaba del espejo retrovisor y se persignó. Al ver la hora que era, arrancó, metió las marchas y aceleró; aún podía llegar a Visperas.
María José Moreno