Vigilar no es espiar
Sabemos que el arma más eficaz de la política es el lenguaje. Se hace política con las palabras, con la lengua. No sólo con la lengua, pero sin ella, nada. Imponer un término, dominar y controlar su significado, es imprescindible para ganar una batalla política. El que lo logra, gana; el que no, pierde. Un ejemplo de actualidad: nadie habla hoy de vigilancia o inteligencia, sino de espionaje. En la contienda, han ganado o están ganando los que han impuesto este término, dotándolo, además, de su significado más negativo: atropello antidemocrático, violación de la intimidad, abuso de poder, ultraje, atentado a la libertad…
Los términos que triunfan en el ámbito político y mediático suelen estar cargados de fuertes connotaciones emocionales, que se disparan automáticamente sin pasar, digamos, por el córtex prefrontal. Palabras (como esta del espionaje) que irradian un halo semántico-emocional que arrastra al sujeto que las asume, usa o interioriza. El mecanismo es muy eficaz porque se basa en uno de los elementos con que se construye el lenguaje: la analogía. Basta que algo se parezca a algo para que realicemos un trasvase semántico entre un término y otro. La semejanza, aparente o parcial, es suficiente para establecer una hipótesis explicativa convincente, sobre todo cuando nos enfrentamos a hechos potencialmente amenazantes.
Apliquemos este esquema al caso que absorbe desde hace unas semanas la actualidad política. Periodistas, políticos, opinantes y otros saltimbanquis de la información y la propaganda, no cesan de hablar de espiar, espías y espionaje para referirse a unos hechos de los que, por su propia naturaleza, no podemos tener ni pruebas ni confirmación objetiva alguna. Nos movemos, por tanto, en el terreno de las conjeturas. Y conjetura rima con conjura (un caso de analogía fonética que confirma la teoría expuesta).
Pero no bastaría, para morderse un poco la lengua, esta elemental prevención, sino el comprobar cómo, al mismo tiempo que se ha impuesto la conjura del espionaje, casi nadie se atreve a usar palabras mucho más cercanas a la realidad de los hechos, como es vigilancia, protección, inteligencia, investigación o información preventiva, para referirse a la labor legal llevada a cabo por el CNI relacionada con el proceso de rebelión en Cataluña. En su lugar se utiliza un lenguaje que evoca inmediatamente las cloacas del Estado, la corrupción de los servicios secretos, la guerra sucia, el Estado franquista… Una charca en la que chapotean muy a gusto los separatistas de todo pelaje (con piel de cordero o con púas de puerco espín).
Sí, vigilar y espiar tienen algo en común, como ocurre con muchas palabras, pero eso no nos autoriza a usarlas como sinónimas y de forma asimétrica y excluyente: aquí ya no hay vigilancia preventiva o derecho a la seguridad; toda vigilancia es espionaje, y todo espionaje, guerra sucia, una invasión y un ataque a Cataluña, una persecución intolerable contra los demócratas independentistas, esos escrupulosos defensores de todas las libertades.
Pues no. Hay que tener claro el modo de actuar del nacional separatismo, no dejarse arrastrar por la presión y la manipulación de los demoledores del Estado, los que convierten en un escándalo el derecho y el deber que toda democracia tiene de defender a sus ciudadanos, de combatir a quienes dinamitan sus instituciones, a quienes de forma abierta y descarada atacan el orden constitucional. Derecho a vigilar sus pasos, sus tramas, sus contactos exteriores, sus apoyos, sus fuentes de financiación, sus planes golpistas, sus estructuras de movilización y asalto a las calles y los edificios públicos y su preparación para atacar a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.
La seguridad nacional es la seguridad de todos los ciudadanos. Tenemos el derecho y el deber de exigir a quienes están encargados de esta función, que vigilen, investiguen y obtengan toda la información posible para evitar amenazas y preservar el bien común (que va desde asegurar el orden público a que nadie planifique y lleve a cabo impunemente un golpe de Estado). No debemos tolerar, por tanto, que se califique a estos servidores públicos de espías, lacayos, terroristas, corruptos o fascistas.
Digo que quien controla e impone el lenguaje, gana la batalla política. Los separatistas son, en primer lugar, golpistas de la palabra. Han aprendido a usar eficazmente las palabras como armas de intimidación y de destrucción masiva, mientras los demás, los demócratas, no somos capaces de imponer otro lenguaje, el de la verdad y la objetividad, frente a los engaños y las mentiras, la confusión y la provocación.
La prueba más evidente de esta incapacidad es que el nacionalismo separatista ha logrado, desde hace más de cuarenta años, adelantarse a toda crítica acusando a sus oponentes de aquello que ellos practican abiertamente y sin complejo alguno: la corrupción (omnímoda y omnipresente desde la llegada de Pujol al poder); el espionaje (el CNI catalán que montó Pujol que le permitió realizar todo tipo de chantajes a la clase política y empresarial, chantaje que le ha servido hasta hoy para evitar cualquier juicio o condena; por no hablar del espionaje llevado a cabo por Los Mossos para la preparación del golpe del 1-O, de lo que se jacta Junqueras mientras acusa al Estado de espionaje); el ataque a las libertades (imposición del catalán en las escuelas y en la vida pública, persecución del español y de los hispanohablantes, por citar sólo de lo más evidente); el incumplimiento reiterado de las leyes y sentencias (veremos en qué acaba el respeto a la sentencia del 25% de clases en español), etc.
Adelantarse a acusar a otro de lo que uno hace es el mejor modo de desarmar al contrario. Es el arte de la acusación preventiva. Siempre hay que ser el primero en acusar, obligando al otro a defenderse. No entender estos mecanismos básicos de la lucha pública es lo que ha llevado a la situación menesterosa y claudicante (cercana a la patología) de los demócratas acomplejados (del PP y parte del PSOE), que arrastran una culpa (¿inicial, congénita, histórica?) que les paraliza ante problemas como este del espionaje.
Que Pedro Sánchez haya sido incapaz de encarar este problema, y haya caído, además, en la burda maniobra de implicar al servicio nacional de información, cuestionando su trabajo y tirando por tierra cualquier prestigio o confianza en su labor, es algo que ningún español debiera perdonar, pues se trata de un daño irreparable a la seguridad de todos, sin la cual no hay democracia, ni igualdad, ni libertad, ni justicia.
Pero hay más. Este Gobierno se ha apuntado a la teoría fangosa del espionaje para ocultar algo mucho más serio: la vulnerabilidad del sistema de comunicación interna y externa del presidente de Gobierno y sus ministros. Hemos de hablar de irresponsabilidad, imprudencia o temeridad, algo que va mucho más allá de la insensatez personal, porque afecta a la seguridad nacional y a nuestras relaciones internacionales, que se han puesto en riesgo grave. Culpar al CNI de estos fallos y hechos sin prueba alguna es todavía mucho más miserable y de consecuencias incalculables.
Pues sí, señores, que esto se desmorona (CNI, Poder Judicial, Monarquía, Constitución, Nación y Estado unificado, Déficit y Deuda Pública, Fronteras de Ceuta, Melilla y Canarias, Paro, Inflación, Crisis Energética…) Que esto se resquebraja, desmorona y descontrola, digo, ya no puede ocultarlo ni Margarita Robles, que, al parecer, está a la espera, no de su destitución, dimisión o cese, sino de encontrar ella misma su propia sustituta o sustituto, pues acabamos de aprender que se puede echar a alguien de un cargo sin que este dimita, sea cesado, destituido o se jubile. Otro milagro de la semántica.
P.D. Aumenta mi inquietud el comprobar que el nuevo PP de la cordialidad, ni está a la altura de lo que está pasando, ni se le espera. El suicidio político todavía no está regulado ni prohibido.
Santiago Trancón
Artículo publicado en elmundo.es 16/04/2022