Una hora en la ciudad.
Lo dice Antonio Garrido Hernández en la página 23 del libro, y le asiste la razón: el gran protagonista, el auténtico y cabal protagonista de este volumen no es este personaje o el otro, sino el conjunto armónico o chirriante de ellos. Es decir, la ciudad. En concreto, la ciudad de Murcia. Ella es la que palpita, languidece, se expande, fulge, repugna o duerme en los diferentes apuntes que conforman el libro. Y la suma de todos, de extraña manera, se convierte en un dibujo onírico y a la vez real de la urbe en la que se inspira.
En sus casi doscientas cincuenta páginas nos encontramos con intensos alegatos antirracistas; con gobiernos municipales que sufren el aldabonazo de una moción de censura; con crímenes conyugales de horrendo verismo; con adolescentes que se ven afectadas por desórdenes alimenticios; con cirujanos que han de abordar un delicado trasplante de hígado; con deudas que son pagadas con una larga efusión de sangre; con accidentes laborales; con exposiciones de arte moderno y conceptual (que resulta cansino, “porque el ser humano tiene pereza de concepto, como Hegel nos hizo saber”, p.128); con una secuencia sobrecogedora que está protagonizada por dos ancianos; con un obispo aguerrido y anómalo, que no duda en denunciar ante la justicia a un cura pederasta, con el que mantiene una entrevista desagradable; con la “ciudad subterránea” de la droga, que es siempre la parte que no ven los ciudadanos normales; con los tanatorios, donde comienza el infinito viaje que atraviesa la nada; o con gorrillas que, en una rápida charla, nos informan sobre la condición de su estado.
Adéntrense los lectores por este laberinto de jubilados, empresas de telefonía, parques, cajeros automáticos, semáforos epilépticos, peatones desoficiados o coléricos, rotondas, versos de Vicente Medina, purísimas de Salzillo o vendedores de pescado en la plaza de Verónicas. Creo que encontrarán, sumadas todas las imágenes, el perfume extraño de la ciudad, que era lo que el autor pretendía.
Rubén Castillo