Secuestradas
Hace pocos días que cumplí los trece años, pero para mis padres sigo siendo una niña. Eso sí «muy madura para su edad», los oía decir desde que tengo recuerdos, pero aun así para ellos siempre seré su niña.
Y, aunque aún tengo toda la vida por delante, en mi interior sé perfectamente qué camino quiero tomar. He de decir que me siento responsable y al tiempo agradecida con la oportunidad que tengo de crecer en un entorno privilegiado, comparado con el duro contexto social y cultural que sufren las mujeres en gran parte del continente en el que vivo.
Desde los nueve años colaboro en la parroquia cercana a mi casa, en la ciudad de Chibok. Allí junto a mis compañeras de colegio, todas las tardes y como hermanas, todas vestidas con el uniforme escolar compuesto de falda plisada, camisa blanca y jersey de pico en color verde oliva. Todas juntas al salir de clase corremos entre risas, levantamos el polvo de las calles de tierra compactada en nuestra más que sonora galopada sobre los zapatos vestidos con calcetines hasta las rodillas.
Pero esa tarde tengo otros planes, mañana es un día importante. Al ver que mis pasos pausados se dirigían hacia casa, Adamá me inquirió sorprendida.
—¿Sharia, no vienes?
—No, hoy me voy a estudiar a casa —le contesté. Sin sorpresa en su rostro me sonrió y siguió el camino de las demás. Con algo de sorna de fondo, oí cómo comentaban entre ellas:
—Cuando le entra la madurez esa, se vuelve de un aburrido que para qué.
Mañana es un día importante para mí, tenemos exámenes y no quiero bajar mi nota media. Muchas noches sueño con el momento en que me licencie en Ciencias Políticas, qué agradable sensación cuando mis padres me vean desfilar para recoger el diploma, para después dedicarme a la defensa de la igualdad de las mujeres que tanto sufren en mi tierra, en mi querida África, me siento en la responsabilidad de devolver a la sociedad la oportunidad que vivo, una vida que debiera ser habitual y que en cambio es un pequeño oasis en el desierto de la sinrazón, del maltrato sistemático a la mujer, considerada un ser inferior, mujeres que son cruelmente castigadas por quienes se supone que las quieren, ya sean los maridos, padres o incluso los hermanos mayores, y lo hacen amparados en razones culturales, religiosas… voy a seguir estudiando, ¡me duele solo pensar en ello!
A las ocho Adamá me recogió como de costumbre y nos dirigimos a la escuela, nada parecía fuera de lo normal, pero en mis adentros y aunque sin ningún motivo algo me inquietaba. Con el murmullo de los pasillos amainando progresivamente y ya con los pupitres separados por el metro reglamentario en los exámenes, la luz radiante entraba por las ventanas, iluminando los folios blancos como solo puede iluminarlos el sol africano.
La tinta paulatinamente va dibujando las respuestas, aún quedaba más de media hora para terminar, cuando sobresaltadas todas levantamos la vista al oír unos gritos ahogados entre disparos, nos miramos las unas a las otras interrogándonos. Con los ojos rebosantes de miedo, la maestra parecía petrificada, sostenía una tiza blanca apretada con fuerza entre sus largos y negros dedos, decenas de infantiles ojos fijan la vista en la puerta, algunas ya lloran sin saber aún por qué, Adamá me interroga con el miedo desbordando sus labios temblorosos.
—¡Sharia, Sharia! ¿Qué sucede?
Tan solo un instante después, la puerta de la clase reventó violentamente ante la presencia de dos hombres armados gritando. No entiendo bien qué dicen, por momentos creo estar en una pesadilla de la que voy a despertar.
La maestra, como un guepardo, se abalanza contra quienes amenazan a su camada indefensa, pero de un golpe seco le reventaron el rostro con la culata de un Kalashnikov, cayendo desplomada. Sangraba a borbotones y el miedo se mudó en pánico, los tímidos llantos, tornaron en lloros desconsolados. A empujones, entre gritos y risas, nos llevaron fuera y nos subieron en unos camiones de estilo militar, mugrientos, con las lonas chorreando suciedad. Mientras nos raptaban pude ver los cuerpos de los guardias que protegían el colegio yaciendo sin vida, decorando de horror la dantesca escena, el sol por primera vez había dejado de brillar, como pude me pegué a Adamá que gimoteaba temblorosa, «su destino será el mío», me comprometí.
—¡Cálmate y no te separes de mí, saldremos de esta, te lo prometo, Adamá!
Los baches y la velocidad que llevaban los camiones por el camino de tierra, hacían que muchas de nosotras acabáramos por los suelos, con las rodillas y codos magullados, la ropa sucia y las mejillas maquilladas de polvo y lágrimas. Unas horas más tarde nos bajaron de la misma guisa violenta, a semejanza del estado de los camiones, y nos metieron en una especie de campamento, hacinándonos en unos barracones sin ventilación alguna. A las pocas horas, aunque siglos nos parecieron, el calor y sobre todo el olor empezaba a ser insoportable, el pavor y las horas pasadas se traducían en un fuerte olor ácido producido por los orines que empapaban el suelo y el uniforme de muchas.
¡Tenía que ser fuerte, tenía que pensar y sabía que la inacción podía ser el fin y eso no! ¡Prefiero morir como mi querida, joven y valiente maestra! Cada cierto tiempo se abría la puerta y esos hombres horribles se llevaban a algunas de nosotras y las devolvían llevándose a las siguientes, era un misterioso y endemoniado aquelarre. Las que volvían ya no lloraban, se hacían un ovillo, envueltas en ellas mismas, tumbadas de lado y con la mirada perdida, no pestañeaban, los ojos secos miraban fijos el infinito. Me acerqué a una de ellas, a mi amiga Amina.
—¿Amina, que te ha sucedido? ¿Qué hacen ahí fuera? —le pregunté con ansiedad, zarandeándola. Al girarse hacia mí, su mirada me heló.
—Sharia, intenta escapar —me dijo—, me han destrozado, entre varios me han destrozado, ¡son animales!
Apretándose el bajo vientre, de entre los dedos de Amina supuraba un hilo de sangre, no me hizo falta preguntar más, después de acariciar tiernamente la cara y el pelo de Amina, me dirigí rápido donde seguía sollozando Adamá y le espeté:
—¡Deja de llorar ya! ¡tenemos que salir de aquí como sea!
Mientras mi cerebro durante horas iba planeando una salida, se volvió abrir la puerta y esta vez como era ya costumbre, a voces nos hicieron salir del barracón en fila india, con el fin de servirnos sobre la palma de la mano una especie de engrudo que debía hacer las funciones de alimento.
—A comer, putitas cristianas —decían.
—Putas infieles, ¿dónde está vuestro Dios ahora?
Blasfemaban sin cesar, ahora estaba segura, había leído sobre la ley del Islam y las atrocidades que hacían en su nombre en Nigeria y otros países Boko Haram y sus cómplices, ahora lo sabía, estábamos en sus manos. Por supuesto que a Adamá no le iba a decir nada, la pobre siempre tan risueña solo gimoteaba preguntado: «¿Qué nos va a pasar? ¿Qué?».
Poco antes de llegar al caldero un grupo de chicas empezó a correr en todas direcciones, huían como pollos sin cabeza, mientras que divertidos, los guardias, las placaban a la mayoría. Me paré, en un instante analicé las posibilidades y al ver una zona boscosa y oscura supe que ese era el único camino, la única esperanza. De un tirón seco arrastré a Adamá hacia el bosque a una velocidad que nunca hubiera pensado que podría alcanzar. Ella corría a mi lado, sin preguntar y sin dejar de gimotear, no paramos de correr hasta que los gritos desaparecieron del todo, fue entonces que abrazadas y metidas en un agujero nos tapamos enteras con hojas secas y pasamos la noche temblando juntas. Notaba en silencio las lágrimas de Adamá empapando mi sucia camisa blanca, yo también tenía muchas ganas de llorar, imaginaba hacerlo en el regazo de mi madre y abrazadas las dos por los fuertes brazos de mi padre, no podía dejar de pensar en la angustia y el sufrimientos que tendrían al saber lo sucedido en la escuela esa mañana.
Al amanecer en el ruidoso silencio boscoso echamos andar, estuvimos muchas horas caminando, hablando, hasta que las lágrimas pasaron a ser una sonrisa de oreja a oreja: al fondo, en el horizonte, divisamos un pueblo. Volvimos a correr rápido, muy rápido.
—¡Libres somos libres, Adamá! —Ahora si llorábamos y reíamos al tiempo, abrazadas, saltando.
Meses más tarde y tras escribir y explicar lo sucedido, después de relatar las atrocidades allá donde me quisieron escuchar, ya fueran colegios, pueblos o aldeas, una mañana recibí la visita de las autoridades locales, que me instaron a denunciar los hechos delante del mundo entero, en el seno de Naciones Unidas. Me hablaron de la necesidad de una reacción conjunta internacional para acabar con la pesadilla vivida y que aún viven o corren el riesgo de vivir muchas mujeres, muchas niñas del bello continente africano. Y así fue, rozando casi los catorce años y acompañada por mis padres. Fueron unos pocos minutos de discurso fuerte y contundente en cada palabra y sobre todo con Amina en la retina y en el corazón. Así hilé el discurso de la realidad, de la necesidad, de la igualdad, de la humanidad, un discurso pronunciado en sería serenidad y que fue recibido entre discretos sollozos por los poderosos oyentes sentados en sus seguros y mullidos sillones en Nueva York, allí en ese momento se gestó, o se debiera gestar, el principio del fin de todos los Boko Haram del mundo.
Jordi Rosiñol Lorenzo