Frantz
La letanía del dolor también precisa de ese aire nuevo de las hojas que el viento provoca en los árboles. Movimientos aleatorios, cuyos vaivenes marcan el compás de los recuerdos como un juez lo hace cuando dicta sentencia, pues unos y otro afilan su poder contra la penuria de nuestros sentimientos hasta llegar a ese lado oculto de nuestra vida donde la verdad es la otra víctima de la barbarie. En este sentido, François Ozon es un especialista en obligarnos a replantearnos todo aquello que percibimos en la superficie, para, más allá de la superficie de lo que observamos, darles una vuelta de tuerca a todas y cada una de nuestras creencias o actitudes a lo largo de nuestras vidas. Ya lo hizo por ejemplo en la película Joven y bonita, donde la prostitución de una joven por decisión propia nos muestra la esclavitud del cuerpo como una liberación del alma oprimida que busca su salida fuera de los convencionalismos al uso. En Frantz, de nuevo, el director francés juega con nuestra percepción de la realidad de una forma sutil que, por ejemplo, ya nos viene marcada por la elección del blanco y negro en casi la totalidad de la película, salvo en aquellas imágenes o escenas donde la música provoca una explosión de liberación del sufrimiento igual que si de una flor que busca que la polinicen se tratara. Fuera de esa inicial perturbación cromática, la película nos va mostrando las diferentes caras del sufrimiento que provoca, en una familia, la pérdida del único hijo en la guerra. Ozon se va hasta la Gran Guerra para exponer esa necesidad del perdón que todos necesitamos en algún momento de nuestra existencia. Él, sin embargo, no se conforma con la exploración de tal sentimiento a través del amor, sino que lo que nos muestra es la capacidad del ser humano para engañarse a sí mismo a la hora de buscar una salida al horror de la ausencia de aquellos a quienes hemos amado. Su apuesta no puede ser más perversa, si tenemos en cuenta que aquel que provocó el dolor es quien busca en terreno enemigo la redención de su culpa, por lo que, una vez más, la ceremonia de la confrontación con lo inesperado y el dolor que ello conlleva nos vuelven a llevar hasta ese estado de zozobra donde no sabemos qué es lo correcto y qué no lo es, pues nada es más terrible que tener que plantearnos la verdad como otra víctima más de la barbarie.
Frantz es un relato sobre la ausencia y el vacío que ésta provoca, pero también sobre las complejas aristas del amor que juega caprichoso a ese peligroso doble juego que es el de la seducción a través de la sensibilidad y el arte, lo que en ocasiones nos lleva a confundir al asesino de la persona amada con el alma de aquel que nos fue arrebatado por las malditas vicisitudes de la guerra. No obstante, Ozon no quiere tampoco mostrarse neutral a la hora de mostrarnos el rencor de los alemanes contra los franceses y viceversa, pues no deja de lado ese odio impregnado que devendrá en una posterior guerra en aquellos que la perdieron sin saber todavía muy bien por qué. Esos acérrimos nacionalismos, como verdaderos culpables que fueron a la hora de convertir a toda Europa en una inmenso campo de batalla, no se nos debería olvidar que se superaron sólo cuando se creó la CECA, y ésta posteriormente desembocó en lo que hoy conocemos como Unión Europea. Salvando ese paréntesis de la historia, Ozon se recrea de una forma elegante en los movimientos de sus personajes y en la belleza de los lugares elegidos para recrear un ambiente de postguerra nada lúgubre si no fuera por el silencio de los muertos que, en ocasiones, aún se masca mejor que la más exquisita de las carnes. Hay mucha contención en la estética del movimiento de unos personajes que marcan sus interpretaciones con la armonía tanto de sus gestos como de sus miradas. En este sentido, Paula Beer está esplendida en la expresión de dolor y de la esperanza, pues representa como nadie en este film la necesidad de seguir hacia adelante sin por ello perder el respeto hacia los muertos.
François Ozon despliega todas las velas a la hora de hacernos creer que aquello que creíamos como inamovible no lo es tanto, sobre todo cuando quien se enfrenta a una nueva vida debe de afrontar los retos que ésta le antepone a la hora de salir adelante. Es difícil no mirar atrás, aunque nos neguemos a hacerlo y necesitemos de la mentira para llevar a buen fin nuestros propósitos, pero ése será el precio a pagar por la consecución de una nueva felicidad que el director francés, sin embargo, se niega a entregar a sus espectadores, pues, si sus planteamientos no son nada convencionales o fáciles de admitir, sus finales o conclusiones tampoco lo son, dado que cada uno de nosotros deberá diseccionar las verdades de las mentiras en aquello que se nos cuenta, pues no en vano el precio de la muerte es muy grande, y más cuando la confrontamos a la verdad como otra víctima más de la barbarie.
Ángel Silvelo Gabriel