Por fin he vuelto a mi tierra. Ahora que estoy de nuevo con tía Lucrecia, aquí en el camposanto, recuerdo cuando me fui. A últimos de diciembre hará ya dos años. Es invierno, igual que entonces, pero ahora todo es muy distinto. Lo único que no ha cambiado son las lunas. Parecen tortillas caladas sobre un comal negro. Me siguen gustando, porque acá en San Pedrito, en esta época, están llenas de invierno y alumbran bien los caminos. Me acuerdo que desde chamaco me gustaba levantarme antes de que rayara el alba para mirar cómo las ahuyentaba la luz del día y el canto de los gallos. Se iban rodando por encima de los montes, se despeñaban y entonces clareaba el cielo. A mí me gustaba presenciar esos momentos. Cuando Lucrecia me encontraba sentado en el suelo del patio, mirando la raya del horizonte, me decía que me iba a dar la enfermedad del sereno, que es la que mató a su padre; que primero lo volvió poeta y luego lo dejó sin dinero para las necesidades de la familia y las medicinas de sus sofocos, pues en lugar de trabajar se la pasaba soñando aunque estuviera despierto. Y a lo mejor sí me dio esa enfermedad. A mí también me gustaba soñar cuando miraba esos amaneceres. Pero cuando dejé de ver esas madrugadas ya no hubo más buenos pensamientos. Lo que hubo fue algo muy diferente.
Y los sueños se acabaron también porque dejé de ver a la gente que más quería: a la tía y a Rosa.
Rosa es mi prima. Es huérfana, como yo. Sus papás se murieron junto a los míos en Arizona. Hará de eso unos diez años. Los cuatro se aventuraron a los Estados Unidos en busca de trabajo, porque acá no había, pero no lo encontraron. Se fueron sin visa, con la urgencia de sus pasos sin documentos. Estando allá, el pollero que los guiaba los abandonó y el desierto les secó las almas. Ya no volvieron. Por eso la tía siempre nos vio como si fuéramos los hijos que jamás parió. Nos crió a los dos con más cariño que dinero. Pero eso no bastó para que el humo oscuro que hace llorar a los tristes se saliera de los ojos de mi prima. Tampoco para que pudiera hablar. Lucrecia le había enseñado a escribir lo poco que sabía –casi nadie en el pueblo lo hacía– y Rosa aprendió, pero sus letras parecían arañas aplastadas. No era tonta, sólo un poco sorda.
Después de cumplir 18 años yo también decidí irme a Estados Unidos. Tenía la idea desde chico, tal vez porque mis pies querían pisar las huellas de mis padres, llevarlas más allá de donde habían llegado y darle un buen fin a sus destinos. Quería demostrar que su viaje no fue inútil. Según decían los hombres de mi pueblo allá era una mejor tierra, más cerca de Dios. Por eso me fui, al igual que ellos, siguiendo la mejor brújula para los que buscan un mejor cielo: el hambre.
Mi cruce fue sin papeles porque para darlos piden que uno hable inglés y pague mucho dinero, cosas que yo no podía hacer. Esas fueron las razones que no dejaron cruzar legalmente a mis papás y las que también hicieron que yo me fuera sin pasaporte. En el cruce tuve mejor suerte que ellos: llegué vivo hasta Nueva York. Ahí estaba un compa mío, Rodolfo, que de espalda mojada había pasado a ciudadano legal. Él me compartió su casa, aunque eso le trajo algunos problemas con Licha, su mujer. Ella no quería estar más allá, pero se aguantaba porque quería a mi amigo. También eran de mi pueblo, de San Pedrito. Rodolfo era mayor que yo por unos cinco años y nos conocíamos desde chiquillos. Ya desde entonces él sabía algunas palabras en inglés y las repetía a toda hora, como si eso lo hiciera gringo; usaba gorras con barras y estrellas y no miraba la hora de cruzar el Río Bravo. Siempre me animó a que me fuera con él, que porque allá las cosas eran mejores, había trabajo, muchos dólares y podías olvidarte de lo que es el hambre; que también podías dedicarte a lo que quisieras y en todo ibas a ser el mejor del mundo. Antes de viajar le había escrito una carta preguntándole si me aconsejaba ir. Que sí, que lo buscara, me respondió, que cuanto más pronto lo hiciera más pronto iba a dejar de estar fregado. Él me ayudó mientras estuve allá, no debo quejarme; me trataba muy bien, pero yo extrañaba a Lucrecia y a Rosa. Recordaba la promesa que les hice: juntar dólares, muchos, regresar y construirles una casa abrigada, aunque fuera de adobe, para que el frío no le hiciera mucho daño a las reumas de la tía.
En Nueva York trabajé pintando viviendas ajenas, casi todas de negros pobres. Rodolfo decía que los blancos del centro pagaban mejor, porque sus casas eran más grandes, pero yo no me paraba por esos lugares porque tenía miedo de ser deportado, sobre todo porque Licha me había platicado que el gobierno andaba buscando terroristas, y cuando agarraba a algún mexicano ilegal lo acusaban de todo tipo de cosas. «Nomás en tiempo de elecciones nos quieren, aquí es muy mal visto que seas mexicano», me decía. Yo no podía esconder mi origen aunque me tallara con piedra pómez, la piel no es una ropa que se pueda quitar; estaba condenado a vivir ocultándome, por eso me aguantaba ganando poco, aun con la ayuda de mis amigos y dela Virgende Guadalupe.
Cuando era invierno allá, en Nueva York, me entraba la tristeza. Quería correr y abrazar a Lucrecia, besar sus ojos negros, sentir en mis palmas las arrugas de su cara; quería abrazar a Rosa, cargarla y darle vueltas pa que se riera mucho, jugar conla Peca, el Tripa y el Mocoso, nuestros perros. Sobre todo, me entraba el desconsuelo cuando recibía cartas de ellas. Cuando me fui, el Tripa estaba moribundo. Ya estaba muy viejo, como Lucrecia. Yo sabía que ya no lo iba a volver a ver. La tía me dijo en una carta que el animal sufrió mucho antes de morir. Ni modo.
Era frecuente que viera nevar y eso me alegraba un poco porque era algo nuevo para mí: se me figuraba que andaba encima de las nubes. Tenía que usar un gorro de lana y cubrir mis orejas porque si no lo hacía sentía que se me iban a romper, como dos tepalcates. Después, cuando no caía más nieve, el paisaje era muy triste. Entonces extrañaba el frío de mi pueblo, un frío que calaba hasta los huesos, pero que no conocía las nevadas.
En las cartas Lucrecia me decía que todo andaba como debía. «Achaques menores», me respondía cuando le preguntaba por sus males. Con su letra larga, escrita por una mano torpe más acostumbrada a trabajar que a escribir, me contaba que Rosa empezaba a rumorar, que eran buenas noticias. Sin falta recordaba mi promesa: «Acuérdate de que tienes que volver pa enterrarme y cuidar de Rosa y de tu pueblo. Lo prometiste». Antes de firmar, era su frase infaltable. La escribió siempre, incluso en ese par de cartas donde me dijo quela Peca, nuestra perrita negra, su adoración, había muerto al comerse un trozo de carne envenenada y, después, el Mocoso, el perrito más pequeño, se había perdido. «Si no regresas me voy a morir», me escribió. «Ya sólo me queda Rosa y no creo durarle mucho».
No sé cómo pude aguantar medio año más sin regresarme. Sobre todo cuando dejé de recibir cartas de la vieja. Se había enfermado y ya casi no se levantaba de su catre. Sentí que se moría. Me angustié y decidí volver. En Estados Unidos no me iba tan bien como Rodolfo me había dicho. Que había crisis, repetían todos, igual que en mi pueblo. Yo me sentía fuereño, a pesar de que estaba rodeado de muchos paisanos. Eran ellos quienes más me jodían, porque los que tenían más tiempo de vivir ahí me mal miraban, ya ni los gringos fregaban tanto. Tantas malas caras me hacían pensar en que lo mejor iba a ser que ya nunca dejara mi tierra y que viera por mi familia. A mí me criaron así.
Antes de que preparara mi salida hacia México, Rodolfo me entregó una carta recién llegada de Lucrecia. El remitente estaba escrito con letras que parecían arañas aplastadas como las de Rosa. Estaba firmada por la tía. Ya no me preguntaba por el día de mi regreso ni me recordaba la promesa.
Entonces me entró una desesperación grande, tanto que tal vez podía olerse a muchos metros de distancia y a lo mejor por eso me agarraron unos hombres que se decían policías. Entraron a la casa de Rodolfo persiguiendo a un paisano, amigo de mi amigo, quesque porque tenía drogas, y no les bastó con agarrarlo a él, sino que a todos nos sacaron a golpes. Uno de esos cops, como les dicen allá, era negro y el otro parecía mexicano, pero hablaba puro inglés y era el más rabioso. El último recuerdo que tengo de Rodolfo es el de su cara arrugada por el dolor de las patadas que le daba en el estómago uno de esos hombres, mientras Licha le gritaba: «Te lo dije, Rudy. Te dije que esto iba a pasar algún día por quedarnos en este mugroso país». Esa fue la última vez que los vi.
Me treparon a una camioneta junto con otros mexicanos que nunca había visto; nos esposaron como si fuéramos rateros y nos tuvieron así muchas horas, no sé cuántas, sin darnos agua ni comida, dejando que nos miáramos en los pantalones. Al día siguiente nos separaron. A mí me llevaron a una cárcel que no parecía prisión sino oficinas. Ahí me encerraron en un cuarto sin luz. Me alejaron de los demás, porque se dieron cuenta de que estaba ardiendo en fiebre, con el pecho y la espalda hinchados, jodidos. Los recuerdos de lo que pasó después se me han enmarañado como una madeja oscura y, total, ¿para qué recordarlo?
Luego, me regresaron a México.
Ahora estoy de nuevo con ellas. Rosa corta los tallos de los nardos favoritos de Lucrecia. Mi prima ya dice muchas palabras y me cuenta, a medias lenguas, mientras acomoda las flores sobre un montoncito de tierra, que ella misma escribió las últimas cartas, que Lucrecia ya no podía hacerlo, que casi no se movía, como si presintiera lo que iba a pasar y que por eso le pidió que ella lo hiciera. Se santigua, se despide, se encamina a la salida del cementerio y dice, entre sollozos, que ella nunca dudó de que cumpliría mi promesa. Sabía que volvería.
Y camina lento, mientras sujeta del brazo a un cuerpo encorvado y rengo que apenas puede moverse, sin parar de lamentarse. De pronto, una laja hace trastabillar al cuerpecito. Rosa lo sujeta y yo quiero correr también a ayudar, pero ya no puedo. Cómo quisiera poder besar los ojos de Lucrecia cuando se cuelga del brazo de mi prima para no caer, mientras maldice la hora en que pasó lo que ella cree un accidente y repite mi nombre y dice que quisiera juntar algunos pesos para mandar a hacerme una cruz de metal, grande, blanca, resistente, porque las de madera se pudren rápido con el salitre de esta tierra.
José Luis Enciso (México, D.F., 1976). Autor de Los condenaditos (Pre-Textos, 2005), relato ganador del XIX Premio Internacional de Cuentos Max Aub, otorgado en Valencia. En 2009 obtuvo el primer premio del VI Certamen de Narrativa Breve Canal Literatura, en Murcia. Ha sido incluido en la antología Códices en el asfalto, compilada por Edgar Omar Avilés, a publicarse el próximo año. Actualmente coordina actividades culturales en el Centro Cultural Bella Época (FCE) en México, DF.
Blog del autor