Tres
Pibes descalzos corrían por las calles, reían y se miraban mientras pisaban con los pies las grietas del cemento. «Marcos, vení adentro a calzarte que te vas a enfermar», dijo una mujer blanca como una hoja de escuela mientras secaba con un repasador agujereado una taza sin manija.
Después de cinco días en donde las capuchas y las camperas habían inundado las calles de Buenos Aires llegó el calor, junto con el lunes. Se jugaba el último partido de la fecha, de la Primera C. Dock Sud esperaba ansioso a Midland para sacar esos tres puntos que tanto necesitaba.
Fuimos con Rodrigo, un amigo, tres horas antes en auto y cuando llegamos a la cancha estaban cortadas dos calles. «Soy jugador», le dijo al hombre que estacionaba los autos, como si fuera cierto. «Sí señor, disculpe, estacione por allá».
Entramos por secretaría, justo estaban los verdaderos jugadores tomando mates, y saludaron como si me hubieran visto varias veces, con una sonrisa sincera y los ojos brillantes.
Llegó la hora y yo seguía dando vueltas. «¿Vas para arriba?», me preguntó el ayudante de campo. Le dije que sí y me pidió por favor si podía llevarle un té, que tenía en la mano, a una chica sentada con una bebé vestida de amarillo; además me dio un rollo de papel higiénico y un alfajor.
Empezó el partido, algunos se tapaban el sol, que calentaba tanto la tela de los pantalones que quemaba, otros fruncían el ceño mientras sonreían e insultaban por la cantidad de llegadas al arco fallidas que tenía el Docke . La bebé bailaba al ritmo de los bombos.
Desde arriba se veían los monoblocks y se podía, también, sentir el silencio fuera de la cancha, entre fábricas e hinchas que no tenían para la entrada.
Sobre el final del primer tiempo los dueños de casa rompieron la red para poner el 1 a 0 pero no sólo festejó el gol la hinchada sino que empezaron a asomarse por cada una de las ventanas una, dos, tres y hasta veinte cabezas agitando sus brazos mientras sacaban banderas para acompañar al equipo como podían.
También se asomó algún que otro repasador agitándose.
En el segundo tiempo algunos seguían colgando trapos con grandes cuadrados azules y amarillos mientras otros apoyaban el mentón en el borde de la ventana tomando el mate que habían armado en el entretiempo.
El equipo no sólo ganaba sino que la estaba rompiendo y sellaron la cuestión con un 3 a 0. Los 3 fueron de Luciano Álvarez, que, con 33 años, ese mismo día se retiró del fútbol.
El 3 fue el número de la tarde; exactamente tres minutos después del último gol empecé a apretar las piernas y a endurecer la panza, mientras me mordía el labio. Sí, todo junto. Le pregunté a un periodista para dónde quedaba.
Bajé las escaleras, esquivé un pozo y llegué a un tejido en donde me vio mi amigo y me preguntó si necesitaba algo. Le dije que no aguantaba más, que me acompañara porque no había entendido muy bien las indicaciones.
Rodrigo tocó en el hombro a Carlitos, el utilero, y le dijo: «Carli, ella quiere hacer pis, ¿puede pasar?». Estábamos en el vestuario y respondió, rascándose la cabeza, con voz temblorosa: «Eh, sí, por supuesto», y le susurró: «Esperá un cachito que acomodo un poco». Esperé tres minutos mientras escuchaba que había tirado dos veces desodorante de ambiente; y, sonriendo, entré.
Botines rotos, sucios, botellas cortadas con cuchillo, una mezcla de olores que hizo que con gracia, mientras miraba el piso, me tapara la nariz; remeras con agujeros y un par de zapatillas Puma que desentonaban con unos botines a los que les faltaban tres tapones.
Sonó el silbato, le agradecí a Carlos dándole la mano, subí a buscar mi cuaderno y lapicera.
Las tres personas que vieron conmigo todo el partido me dieron un beso, como si ya hubiésemos compartido muchas tardes de mates, partidos y sol. «Esperamos volver a verla de nuevo, señorita. La próxima traemos la pastafrola de Carmen», dijo sonriente la mamá de la beba vestida de amarillo.
Miguela