Es a esta hora, siempre a esta hora que me gana un cosquilleo de carta, una ansiedad de hoja en blanco en el viejo rodillo de mi Remington Rand, un deseo de decir, de repetirme. Porque a esta hora es cuando el atardecer, que es otro y es el mismo, te trae como un perfume, tan joven y tan antigua, tan lejana y tan “apenas ayer” que hasta podría beberme tu pelo como el humo de este cigarrillo que sombrea cada sílaba que nace del traqueteo de las teclas.
Quizá me convendría echar mano a un carbónico y así ahorrarme la amarga liturgia de redactar siempre las mismas frases, dudar siempre las mismas comas, fingir siempre los mismos adjetivos que de tan usados ya deben sonar a falsos poemas, como esas estrofas que vienen en los sobrecitos de azúcar. Pero tal vez, en mi caso, ritual y esperanza sean lo mismo, y es por eso que insisto tarde a tarde, acaso con el anhelo de que alguna de estas cartas te llegue, como un pájaro enfermo a tu ventana.
Imagino que llueve en el lugar en que estás porque también llovía aquella vez en que dije aquello. Aquello que era tanto y que era nada, porque cuando se es joven las palabras son proyectiles potentes pero efímeros, pesados pero huecos, dolorosos pero simpáticos. “Me gustás”, me atreví a pronunciar; fue así de escueto, así de rápido, como esas gotas que caían sobre tus ojos infinitos, jugando a no desbarrancarse del todo de tus cejas de adolecente, a no matarse sobre tu blusa floreada o sobre tu libro de historia de tapas verdes.
Luego todo fue simple, siempre lo es cuando no hay pasado, cuando ese maldito bicho, que llega trayendo vestigios del ayer, todavía no existe o no encontró la puerta de entrada para amarillear los jazmines y enfriar la sopa y las sábanas. Simple, sí, y chico, e inocente; si éramos justamente eso: unas caminatas sin rumbo pro Buenos Aires, un Clark Gable en Technicolor, unas papas fritas en la Munich y un “si me ve mamá tomando cerveza ni te cuento”.
Creo que ahí fue el beso, estoy seguro de que ahí fue el beso, y debería decir que sonaron violines y chelos y la mar en coche, pero en realidad fue un reflejo, un rayo, un acercar y retirar los labios con miedo, con premura y “qué linda tarde, parece que va a refrescar, ¿querés otro vaso?, no, ya te dije que si se entera…”.
“Entonces ya somos novios”, afirmé como preguntando, ya en la puerta de tu casa, mientras pañuelo en mano vos te limpiabas la boca para evitar huellas de cerveza. (Porque si mamá…) Creo que no contestaste nada y cada uno interpretó el silencio a su gusto.
Tu respuesta se hizo esperar varias semanas, días casi felices en las que el Technicolor nos regaló a Judy Garlan, y a Lauren Bacall, y Güerrin nos horneó algunas grandes de mozzarella, y el Parque Japonés nos mareó con gracia.
Lo otro sucedió una tarde también, y creo que me hablaste de los estudios y de la falta de tiempo y que “a mamá no le gustaría…” Y entonces fingí. Herido o sorprendido, que a esa edad es casi lo mismo, fingí como el peor de los idiotas y te dije que estaba bien, que lo sucedido no era importante, que a fin de cuentas todo había sido solamente cines y montaña rusa, paseos y pizza, y algunas papas fritas con cerveza. Creo que ni me atreví a mencionar aquel bosquejo de beso cometido.
Después, lo que siempre pasa, las ocupaciones, la adultez, las mudanzas, bah: la vida. Jamás supe nada de vos, hasta que comenzaste a regresar como un fantasma cada tarde, cada una de estas tardes en que la hoja en blanco en el rodillo de mi Remintong Rand me tienta a escribirte, a contártelo todo, a decirte que te amé, así, tan primera en mi vida y tan única, tan cosa de chicos pero tan eterna, tan hace cincuenta años pero tan ahora, sí, ahora, ahora en que quizás, en algún sitio que desconozco pero en el que seguramente llueve, te cepillás el pelo encanecido y mirás la ventana que oscurece, por la cual jamás verás llegar esta carta, esta dolorosa y triste carta que en cada atardecer me decido a escribirte, para luego dejarla volar al antojo del negro viento de la noche, como quien saluda hacia la nada, como quien arroja una botella al mar.
Marcelo Galliano
Argentina
¡Qué pena me dan mis hijos!. Posiblemente jamás recibirán una bonita carta de amor , arrebatada o meditada, pero con todas sus letras y sus silencios.
Jamás sentirán el hormigueo de bajar al buzón por si llega, de sentir el corazón latir precipitadamente y besar el sobre, sellar el sello con los labios y abrir lentamente el sobre con temblorosas manos.
Se pierden esos recuerdos, el gran tesoro de releerlas y revivir lo que se vivió.
Literatura epistolar fulminada por la tecnología, ¡maldita sea!