El día que la muerte llovió del cielo, Mariana acariciaba algunos acordes de su fortepiano, lo único que hasta ahora permanecía en pie, fuerte y suave, como un compañero fiel. Aquella mañana, muy temprano, avisaron del ataque de los pájaros de acero, de las aves de hierro forjadas en el infierno, pero Mariana no quiso huir al refugio cuando las sirenas comenzaron a ulular con urgencia y desaliento. No, no lo iba a abandonar. Si él caía, ella también. El cielo se convirtió en un manto de plomo y la tierra empezó a temblar. Mariana lo cubrió con la vieja y raída manta, se hizo un sitio debajo del teclado y se acurrucó. No, no lo dejaría allí, al albur de un futuro que se derrumbaba. Había cuidado de ella como un hermano; recordó aquella tarde, no muy lejana… Dos soldados surgieron de la nada con los bajos instintos desatados, igual que animales en celo. Mariana, aterrorizada, se sentó al fortepiano y sus teclas comenzaron a repiquetear Mon grand amour est près de. Mientras ella llevaba el alma a cada unos de sus trémulos dedos, los soldados se alejaron de allí hipnotizados; uno de ellos lloraba sin consuelo y el otro se volvía a mirar al instrumento como si estuviera endemoniado.
La tierra seguía temblando y, en la oscuridad de su pequeño refugio, Mariana pensó que sus brazos eran los de su gran amor, la rodeaban para protegerla y por eso se prendió a sí misma aún con más fuerza. ¿Y si todo era un mal sueño? Sí, quizás era eso, una inoportuna y densa pesadilla. Su hermano Julio levantaría la manta y la encontraría allí, aterida, con la frente perlada por el terror de tanta destrucción. La miraría con sus ojos de azabache y pondría su mano entre las suyas, grandes y cálidas; «Vamos, pequeña, no tengas miedo, el desayuno espera… Los malos sueños son como la mantequilla, Mariana, se derriten con los primeros rayos del sol…». Pero hacía mucho tiempo que el sol no descollaba por tan pardusco horizonte. Abrió los ojos, todo seguía oscuro y el temblor era cada vez más fuerte y cercano…
Si aquello era una atroz visión, bajaría a desayunar y sentados a la mesa de haya estarían todos, esperándola. Su madre y su hermana Rosa no habían desaparecido en la cola del almacén donde aún se conseguía algo de comida. No, nadie las había secuestrado, violado y torturado porque estaban allí, sentadas a una mesa colmada de bollitos calientes, mantequilla y café. Le sonreían, impacientes por el hambre y nimbadas por la claridad del más espléndido día de sol que Mariana recordaba. La mirada segura y azabache de su hermano Julio la invitaba a sentarse a la mesa, mientras retiraba su silla con la suavidad de un soplo de aire. «Princesa, he aquí su trono». Y todos prorrumpían en estridentes carcajadas mientras su padre le decía que era más cursi que una niña. «Tú no tienes alma de soldado, hijo…», profería sin dejar de reír. Sí, su padre y su hermano Julio también seguían allí, no se los habían llevado a empellones, con las armas en ristre, para alistarlos a las filas de la muerte con carácter urgente y obligatorio. Todo seguía igual, se despertaría y nada había cambiado.
Mariana sintió el impacto de algo grande muy cerca del fortepiano, se abrazó con tal fuerza que hundió las uñas en su espalda, incluso a través del grueso jersey de lana. No temía a la muerte, sólo le horrorizaba que todo acabara de golpe, sin más, sin haber conocido al gran amor de su vida; Mariana sabía que existía, Mon grand amour est près de, la fuerza de sus abrazos, la suavidad de sus besos… Tras un instante de oscuro y denso silencio que a Mariana le pareció una eternidad, abrió los ojos; una mano pequeña con unos dedos luengos como ramas sostenía un extremo de la raída manta. No era la maraña de rizos castaños de su hermano Julio, un pelo alborotado y sucio del color del trigo en agosto y unos enormes ojos miel la escrutaban con curiosidad. «¿Quién era el caballero que la rescataba esta vez de sus malos sueños?».
─¿Estás bien?─le interrogó una voz melodiosa y viva, sonaba igual que su fortepiano. Una sonrisa de arcoíris le tendía la otra mano, delicada y de finos dedos de pianista. Mariana se agarró a ella como lo hacía con la de su hermano. Esos dedos gráciles le inyectaban ahora un agradable escalofrío que terminó en un rubor incontenible…
─Sí, creo que sí… ¿Y usted? ¿Quién es usted?─Mariana comprobó con alegría que su vetusto refugio de música, testigo incólume de varias generaciones, seguía en pie. Parecía estar todo en su sitio; sin embargo, percibió algo plúmbeo en el ambiente de la estancia. Todo estaba teñido de un gris azulado, metálico, y de una terrible sensación fría. Sólo su instrumento, su extraño salvador y ella parecían coronados por una luz intensa, por un halo que resaltaba sus colores de forma especial, distinto a todo…
─Perdone mis modales, mademoiselle; soy Eduardo Dreamen. Lucho en las primeras filas de intendencia a las órdenes del general Vistela. Estaba en mi trinchera… Una fuerte explosión, la imagen de una hermosa criatura o de un ángel, lo siguiente que recuerdo es a usted, un sol brillante y este extraño lugar, frío y gris, parecido a una cueva. Cómo se unen todas estas cosas es lo que no consigo recordar. ¿Y usted?… disculpe mi indiscreción, ¿vivía aquí?
─Me llamo Mariana Fleaubert y… ya no sé lo que es real, ni siquiera si éste es mi hogar ─las últimas sílabas se quebraron como ramas secas y Mariana rompió en sollozos. Él se acercó y sin mediar palabra la abrazó fuerte y suave, eran los acordes de un espacio sin tiempo. Tenía la sensación de que por fin había encontrado al ángel de sus últimos recuerdos…
A lo lejos, muy distantes, llegaban sonidos de muy abajo o desde una frontera etérea, fantasmagórica, infranqueable, quizás inexistente; se escuchaban los ecos de explosiones inmisericordes, el silbido de las inevitables balas cruzando la sinrazón de las líneas de la muerte y el ulular de las sirenas, siempre alertando de ese peligro que aguardaba agazapado en cualquier esquina. El aire arrastraba un olor rancio de humedad y sangre seca… Y aunque todas esas sensaciones quedaban muy atrás, la densidad del aquel frío lugar las seguía plasmando en los sentimientos como ecos de una melodía muy conocida. Mariana notó una mano grande y tibia en su hombro, se separó del cálido abrazo de su salvador y se volvió. Su hermano Julio la cogía con dulzura por el talle: «Ven, hermanita, te estábamos esperando. Vaya, parece que tendremos un invitado a la mesa…». Sin soltar la delicada mano del hombre que la había encontrado, vio a su madre, a su hermana Rosa y a su padre sentados alrededor de la fragante mesa de haya; colmada de bollitos calientes, mantequilla y café. Le sonreían, impacientes por su llegada y rodeados por una luz aún más resplandeciente que cualquier recuerdo. La mirada segura y azabache de Julio la invitaba a sentarse al fortepiano: «Princesa, deléitanos con L’enfer, les morts vivants… ahora que ya sabes esos amargos acordes, los de allá abajo». Todos aplaudieron con entusiasmo y su padre se levantó, abrazó a su hijo mayor y entre susurros juguetones le dijo: «Tienes alma de músico, hijo, para toda la eternidad… Sólo el amor es capaz de ayudarnos a nacer a esta vida, la de verdad; tu hermana lo ha logrado gracias a este gentil caballero que la encontró…».
Sin necesidad de rozar apenas las luminosas teclas de su fortepiano, Mariana comenzó a moverse por ellas con una soltura inaudita; desconocía esa pieza, sin embargo era como si la hubiera guardado siempre dentro de su memoria: «La muerte de los vivos, el despertar de los muertos… Tocan fúnebres acordes que ignoran estar viviendo en el que creen su único mundo… Ellos… en realidad… son los muertos».
Mar Solana
Blog de la autora
Cuadro:»Forte piano de Serhiy Savchenko.