Cuando lo vi, sentado, feliz, riendo con sus amigos, le habría roto el cuello allí mismo. Él, Pepe Millán, el gran escritor que había robado mi idea y la portada de mi libro y yo, pequeña aspirante a escritora cruzando por casualidad por el paseo de mi pueblo, mientras él reía a carcajada limpia entre amigos que le adulaban y le hablaban del magnífico último libro que había publicado.
-¡María! -gritó divertido
-Hola Pepe-le dije torciendo el gesto
-Anda, siéntate
-Tengo cosas que hacer
-Mujer, siéntate y cuéntanos la divertida historia de tu libro.
En ese momento, hubiese cogido mi fular y lo habría estrangulado. No pude zafarme, me tuve que quedar a la vera de un vino para contar la historia de mi libro. El que no he escrito ni escribiré.
-Cuéntales las cosas que tiene la casualidad o causalidad, vete a saber….
-Pepe y yo tuvimos el mismo sueño, y empezamos el mismo libro.
Un murmullo siguió a mi confesión.
-Me lo confesó en Zaragoza, cuando compró el libro. Se lo firmé con una dedicatoria estupenda; todavía me acuerdo: Para mi colega y amiga María, sigamos compartiendo pasiones y sueños. ¿Se dan cuenta que casualidades tiene la vida?
-Y tanto-no pude dejar de decir.
Me disculpé y me marché como pude, rumiando el dolor entre dientes. Mientras el resto de colegas y aduladores seguían dorándole el ego.
Pepe Millán, maldito farsante, cabrón engreído. Cuando se me ocurrió la idea del libro estaba encantada, iba a escribir mi primera novela histórica, mis amigos estaban entusiasmados, mi gran salto, del relato a la novela y encima histórica que era lo que más vendía. Les explique un poco la trama y la época: una novela sobre el Temple. El último templario que se refugió en Aragón, aquí en Calatayud para ser exactos. Había estado un año y pico recopilando toda la documentación. Compaginar oficina y trabajo tiene estos hándicaps. No sé de qué manera el gran Pepe Millán, se hizo con mi idea y escribió esa historia, el último templario de Daroca, bueno, al menos cambió eso. Pero ¿cómo iba a continuar esa historia? Quedó aparcada para siempre y yo seguí con mis relatos y corticuentos.
Al verlo hoy, feliz, he vuelto a pensar en esos días. Otra vez. Hubo de ser algún amigo común, pero eran pocos, apenas dos: Roberto Carnero y Petri Manglar; Petri apenas sabía de mi proyecto, salvo a grandes rasgos en qué consistía, pero el maldito libro de Pepe era calcadito al mío, así que sólo había podido ser Roberto. Lo imaginé en una de esas cenas memorables con la copa y el cigarro puro hablando de jóvenes escritores. Lo imagino “¿Sabes, hay una chiqueta en Calatayud que quiere escribir una novela sobre el último templario?” Y el otro en ese momento preciso encendiendo su ánimo de escritor “¿Sí?” Y el pobre Roberto, que es más inocente que un sidral, picando el anzuelo y contándole todo mi proyecto. Estaba segura, eso había pasado. Y ambos, Roberto y Pepe, tendrían que pagar por ello. Los beneficios y la gloria de su última novela eran míos.
Como mala escritora que soy tenía que trazar un plan, diabólico y maquiavélico, para conseguir que ambos acabasen dándome algo más que dinero. Así que abrí una botella de vino y encendí el portátil para escribirlo. Conclusión tras una hora de trabajo: tenía que invitarlos a cenar, lo mejor en mi casa y allí, en medio de una cena maravillosa, vengarme.
Dicho y hecho, en una semana venían a cenar a casa los dos, para celebrar el éxito de la novela de Pepe. Preferí el viernes. Ambos aceptaron. Me pase la tarde cocinando, dejé de ir a trabajar y serví: suflé de castañas, carrillera con patatas panadera y helado de limón con teja de almendras. Estaba orgullosa del resultado.
Sonó el timbre diez minutos antes de la hora convenida, era Pepe. Vestía traje azul con corbata roja, sonrisa de autosuficiencia y mirada desordenada. A los cinco minutos llegó Roberto, con vaqueros, camiseta y el ánimo por lo suelos, acababa de ser abandonado por su novia. Le dí un abrazo. No puedo cabrearme con Roberto aunque sea el culpable de mi desasosiego. Le abrace y le dije que se marchara si quería estar solo. Se marchó. La cena a tres se había esfumado. Comimos con ánimo y me confesó que la idea de su novela debió ser al tiempo que la mía.
-Tiene que significar algo.
-¿Qué?- contesté mientras pensaba que sí, que lo único que significaba era que me había mangado la idea.
-Tú y yo tenemos una conexión mágica.
-¿En serio?- pensé, caray, se está poniendo pesado.
Abrí otra botella de vino, mientras Pepe se sacaba la corbata, y se sentaba en el sillón para estar más cómodo o eso dijo. Estaba claro que le resultaba atractiva. A la segunda copa me besó, a la quinta ya estábamos en la cama. Fue un amante maravilloso y tierno. Casi me daba pena. Tan lindo que estaba desnudo sobre mi cama, durmiendo profundamente, relajado, quizá pensando en nuestra conexión cósmica.
Me dio pena sacar la jeringa y pincharle cinco gramos de ricina, mientras le susurraba al oído: “mi próxima novela habla de un escritor petulante que muere entre grandes sufrimientos por robar ideas a otra”.
Brisne
Colaboradora de Canal Literatura en la sección «Brisne Entre Libros«
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