Un recuerdo. Un avión de papel que sobrevoló la coronilla de mi ánimo, aquella tarde, al cruzar las piernas en la sala de espera del dentista. Estallé en carcajadas que arrancaron la estupefacción de otros condenados al torno, a la apertura obligatoria de quijadas. Con el penetrante silbido del invasor puntiagudo de bocas perseguí la estela de aquel zeppelín del pasado…
No tengo más de doce años y la directora del colegio, una monja con perfil de somormujo, acaba de telefonear a mi madre. Su mirada torva me obliga a bajar la mía. La alfombra sobre la que se apoya la mesa de su despacho luce raída y marchita. Los colores rojos han perdido el lustre a través de una lana desgastada por el devenir de tantas suelas. De pronto, aparecen los inconfundibles tacones de mamá. Se acercan a mí con su habitual repiqueteo.
—¿Qué ha hecho esta vez, hermana Rafaela?
—Su hija es perversa y el demonio ya enreda entre sus piernas.
Todavía puedo ver la sonrisa cómplice de mi madre antes de propinarme un soberano pescozón. Pero debía mantener las formas delante de la hermana. Vuelvo la vista al suelo. Los tonos parduscos de la aquella jarapa me trasladan al salón de mi casa y a Maybe, la peculiar amiga de mamá.
De forma inesperada, al estilo de un chaparrón primaveral, Maybe nos ha obsequiado con una de sus visitas. Mi madre me pide que le haga compañía mientras ella atiende las llamadas ineluctables de los martes. Maybe es una mujer imponente y mis ojos (casi adolescentes) le escrutan con denodada y lógica admiración. Su metro setena y cinco se desprende de un abrigo de pieles que debe pesar como mi mochila de clase. Antes de sentarse en el sofá Luis XV de mi abuelo, se gira y me dedica una mirada ladina, de esas que ponen las personas adultas cuando perciben que sabes más cosas de las que cuentas. La picardía de sus uñas color guinda me acaricia las trenzas, mesándome algunos cabellos con un abultado sello de plata que brilla en su índice. De un bolso de charol encarnado, a juego con sus tacones de aguja, saca un paquete de Marlboro y un mechero plateado. Antes de prender el cigarrillo me inquiere un «qué te cuentas, chata» con voz de pentagrama, afrutada, igual que los acordes melodiosos de un saxo de club de jazz. Sin dejar de mirarla, le acerco el cenicero de plata y compruebo su extraordinario parecido con el anillo y el mechero. Por primera vez le sonrío y ella expulsa el humo formando círculos coquetos que se deshacen unos dentro de otros.
Entonces lo hace. Con una gracilidad pasmosa cruza sus piernas de flamenco, engarzadas en una ceñida falda de cachemira escocesa. Uno de sus tacones cuelga, sigiloso, de la pierna que queda arriba. Deja el cigarrillo, aún humeante, en la pestaña del cenicero. Pese a que no ha comido o bebido nada, Maybe se relame el carmín cereza de sus labios mientras se recuesta hacia atrás, todo lo que la rigidez del Luis XV le permite. Ella parece haberme olvidado; sin embargo, yo no dejo de observar el contoneo de su cintura y la fricción de sus piernas, cada vez más acelerada. El tacón cae al suelo y Maybe mueve con voluptuosidad sus dedos enfundados en una media de satén color champán. Un profundo suspiro la obliga a incorporarse, como si hubiera regresado de algún lugar recóndito y exótico. De pronto, descruza con presteza sus luengas piernas, se levanta y, mientras se atusa los pliegues de la falda, lo mismo que alguien que acaba de apearse de un tren, me suelta un «voy al escusado, chata», con total naturalidad. A punto de convertirse en cenizas, el cigarro sigue soltando un humo muy similar al de los rescoldos de un incendio…
Con los ojos todavía clavados en aquella alfombra descolorida escuché la sentencia, mientras mis recién estrenados labios de púber dibujaban una pícara sonrisa. Me expulsaron durante una semana. Según sor Rafaela porque el diablo se había colado entre mis piernas infantiles, el mismo que hacía viajar a la amiga de mi madre sin abandonar el sitio, el que le confería esa forma tan elegante y templada de estar en el mundo y que la mujer, que ya apuntaba maneras dentro de mi, tanto admiraba.
Gracias al recuerdo de aquellas maravillosas piernas de mi incipiente juventud, por primera vez, me enfrenté sin anestesia al torno de los condenados. Según cuenta la ciencia, la pretérita hilaridad de mis endorfinas fue la causante.
Colaboradora de Canal Literatura en la sección “Palabras desde mi luna”
¡Qué bueno, Mar! Cómo me ha gustado. Es una delicia de relato. Bueno, Maybe, espectacular, ¿eh? Qué pedazo de mujer. Y qué te voy a decir de las endorfinas, yo las utilizo para todo. Enhorabuena.
Besos.
Gracias por tu comentario, Manuel. Me alegra mucho que hayas disfrutado con Maybe 😉
Un abrazo.
Creo que es un relato-testimonio de una sensualidad manifiesta pero sutil en cada uno de los párrafos. Desde los símiles empleados hasta la inteligente alternancia de protagonismo entre la adolescente narradora y la amiga de su madre, Maybe.
Un texto adulto, no tanto porque vaya a ser entendido sobre todo por los que ya hemos vivido un poco, sino porque demuestra en su estilo y en la feliz presencia de un vocabulario escogido, la progresiva madurez de la autora.
Los cruces de piernas siempre han dado mucho juego en en lenguaje erótico.
Gracias, Mar.
Gracias a ti, Atticus, siempre. Tener lectores como vosotros y escribir para esta casa es un lujo incomparable, uno de los mayores regalos que me ha hecho la vida 🙂
Poco a poco, vamos trabajando esas letras 😉
Un abrazo.
Lo voy a decir tan sencillo como es.
Me encantó, excelente.
Quede invitado a querer leer más.
Mis felicitaciones.