Escala por mi espalda
el reptil desnudo de las vidas que me rodean,
y me cubro con el corazón primero de los árboles.
Juzgo, comparo,
y la longitud de mi desdicha me ampara
a la fe de no estar sola.
Toda rota de carne entre los dientes,
regreso a la tarde y sus colinas.
Es tan fácil creer que el vitalicio sufrimiento
fecundó en mis pieles sin permiso;
que, víctima de mí misma,
ardo en las heridas de la noche.
De ese pasado y la selectividad de la memoria
raspé cualquier recuerdo doloroso
en el margen salino del conformismo.
Qué será de las trenzas
cuando el pelo haya crecido más allá
de la huérfana cabeza y se tiña de blanco
la costura irritante del movimiento.
Ya no gritan las sogas
–el patio de mi casa es particular–:
algunas ahogan.
Ya apenas habla nadie de la sensata
apariencia de las formas, de la marca
permanente de la piel liberada.
Ahora, desnudo el alma en la fantasía
redundante de la caída de la palabra;
del libro del milagro,
balanceo el estrecho plomo de la torpeza,
como si el verbo se hiciese carne
sin saber la alquimia de la resurrección.
Qué será de las manos con anillos de Saturno
y restos de lavas entre sus grietas.
Esas manos que ya no cuentan hasta diez.
Y duele,
duele demasiado su vacío de nenúfares
empeñados en crecer entre el cieno.
Y traigo fisuras sobre el coxis, y algún rescoldo
del contagio luminoso de la tinta ha hecho mella.
No buscaba mi sombra, buscaba mi cuerpo;
no el mendrugo del pan último, sino el hambre.
Cómo agota saberse piedra esperando que el río
la honre con su aseado beso.
Sigo siendo una niña malherida,
apenas desprendida del forzoso clavo
que acompasa el sueño del linaje.
La vida es un campo de juncos dispuestos
a troncharse en mis costados
y la permanencia del reconocimiento
de la virtud
y su sombra espesa de ceniza
no saben de mareas distanciadas.
Es cierto, esperaba premio o castigo;
pero más fácil es la queja que tomar las riendas
de esa costilla que gime su derrota
para modelar el día en que nos falten los afectos,
el milímetro seco que nos queda
de ese patio nuestro
tan particular.
Pilar Gorricho
Blog de la autora
Una visión de la infancia desde la madurez con mucha enjundia en sus versos.
Siempre nos quedará un patio, uas coletas y una niña malherida rondando nuestras canas.
Besos Pilar.
Hay versos profundos, pero a la vez tan sencillos… Como la vida (y el dolor) que encierran. Yo, sin embargo, prefiero quedarme con «el corazón primero de los árboles» y regresar «a la tarde y sus colinas». Creo que ahí se sanan muchas heridas mientras vemos cómo el pelo se nos tiñe de blanco.
Muchos besos, poeta.
«No buscaba mi sombra, buscaba mi cuerpo;
no el mendrugo del pan último, sino el hambre».
Me pregunto si dentro de ti hubo alguna vez un verso que no naciese ya profundo.
Un abrazo fuerte Pilar. Enhorabuena.
Muchas gracias por vuestro aliento y por tener la deferencia de leer y comentar mis humildes versos.Os lo agradezco de corazón.Besos.