III
Otoño
Apenas se descubre,
tela vital o manantial de alas,
en unos ojos que acunan
las interrogantes juntas,
las preguntas ardientes y estampadas
en sentidos aún no descubiertos.
Entonces, el hombre salta al fuego,
desde su propio idioma:
llorando a todos, en un millón de hornos,
descolgándose de los sonidos,
de sus palabras necesarias,
de sus imágenes verbales.
Ofrece su espuma, su aire,
el rojo latido que su sed le apremia,
el bombeo obligado en las corrientes,
en las invisibles latitudes que intiman
dos manos al tocarse,
dos bocas al rozarse,
como si ningún cuerpo existiera
y ninguna niebla náufraga le limitara.
En el otoño que amanece,
extiende esas manos,
y un corazón lleno de laureles
se desparrama junto al viento.
IV
Invierno
En el seno del hombre
busco, para palparle,
ese centro intocado y puro,
la llave de una ruta o el invierno escondido
que despierte en las entrañas
las ardientes travesías,
los legítimos brazos de un tacto ya perdido,
de una vela jamás en el fuego encendida.
Busco lo que a su dolor le llama hijo,
y al niño ahuyentado por los ojos
que no supieron de castigos:
su delicada calma, que no es otra
sino la inocencia contenida
y el golpe de un latido en la arena
donde escribió con sales
lo que su corazón palpara:
el pulso de un sueño y el gozo al vivirlo.
V
Canto multitudinario
Vengo a ofrecer, desde los verdes y los trigos,
desde los pescadores de lunas circuladas
y los blandos puños artesanales del oficio,
el ancho corredor de todas las palabras,
la amplia montura de todos los rocíos,
en la sideral mesa de un sol despierto en el racimo.
¡Yo soy el gran alegre!
Hombre de paz, lejos de mi pecho y cerca de mi sangre;
interrumpido por las patrias y en la flor ya sumergido.
A veces sulfura mi cintura su nitrato
de seda y de violines, su larga alfombra
de niños en mis naves,
su amor de nido y astucia de madera.
Aquí, bajo esta noche convertida en colores,
bajo el pecho aún dormido, que es mi niño
y acude a los carbones con un amor de libertades,
bajo este albergue techado de jazmines,
bajo esta sombra que es luz de genes
y es rostro humano agregándose, agigantándose,
mirándose a sí mismo,
bajo esta bondad de lo silvestre:
¡Venid, cantad conmigo!
Salvador Pliego
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