Este poema está dedicado a mi abuela, y, por extensión, a todas aquellas mujeres abnegadas, resignadas, trabajadoras, que vieron marchar a sus hijos a América en busca de otra vida mejor, y que ya nunca volvieron a verlos. El poema ganó hace unos años el XXV Certamen «Villa de La Roda».
DE SENECTUTE
Fortunate senex, hic inter flumina nota
et fontis sacros frigus captabis opacum…
VIRGILIO. Égloga I
Sabía que el silencio nos hace poderosos
en el dolor, que el alba hace nacer el trigo,
que entre los verdinegros helechos de la noche
se gesta lentamente el alma de los lirios.
Las lágrimas del tiempo dejaban en su cara
surcos de sal, tristezas tan hondas como abismos,
y al filo del ocaso volvía a su recuerdo
la imagen ya lejana de aquellos otros hijos
que un día de un otoño lentísimo y amargo
se fueron en un barco de viento hacia el olvido.
En su corazón roto (tan roto que manaba
como una dulce fuente de cauce ya vacío),
a punto de pararse, anclado por las penas,
se alzaba la esperanza de un pájaro cautivo
que, cuando cae la nieve en brazos del invierno,
desvela primaveras en el dolor del trino.
Trancaba la palabra por no causar heridas,
abría a caminantes la puerta y los postigos,
y, en su sonrisa, toda la luz de la ternura.
(Qué cántico de alondras, qué corazón de armiño).
Sus manos tan cansadas hilaban en la rueca
amaneceres, lunas, crepúsculos e hilos
muy largos y muy blancos, y sus dedos tejían
memorias de una infancia de flores y de frío.
Pero era en la mirada (mirada donde el cielo
desanudaba nubes —nácar de sol— en limpios
atardeceres) donde los reunía a todos,
ya cálices de ausencia, por siempre ya dormidos.
Volvía en mayo el alto volar de los jilgueros,
la hierba en los collados y el canto de los grillos
(la voz azul del viento dejaba entre las ramas
romances de Alba Niña, antífonas y silbos),
y yo iba de su mano, camino del futuro,
para mirar las guijas tan blancas de aquel río
cuya corriente canta continuamente amores
de besos jamás dados, lejanos y tristísimos.
En calma caminaba, doblada hacia las sombras,
dos lágrimas velando sus párpados marchitos,
ajena casi al mundo, por otros derroteros,
al borde de una tarde de soles indecisos:
las aguas del Leteo la aguardan en la orilla
para dormir por siempre el sueño del destino.
Allí donde la tierra se viste de septiembre,
cuando una estrella baje a herirme con su brillo,
te cogeré la mano, y eternamente rosas
adornarán tus labios con pétalos de olvido.
Antonia Álvarez Álvarez
Merecido premio para un poema hermoso y sentido atravesado por la nostalgia y la sinceridad.
Un gran abrazo