Artistas
La primera vez
que me enamoré
de un hombre
fue de mi padre;
él nunca me prometió
bajar la luna para mí,
pero me subió a sus hombros,
y eso es lo más cerca
que alguien puede estar
de ella.
Ni el conejo de los cráteres,
ni el primer hombre que la pisó,
han estado tan cerca.
Mi padre era, ante mis ojos,
el amor ideal
cuando estaba de buenas
y el martirio perfecto
cuando no.
Eran más las veces
que lo veía
como el amor ideal,
y me asomaba al mundo
creyendo que estaba rodeada
de hombres como él.
El segundo, fue el más parecido
al primero;
era un amor de niños, de ángeles,
de esos que se visten de eternos.
Duró hasta la adolescencia
cuando su eternidad se esfumó.
El tercero,
el cuarto,
y el quinto
fueron, como los que le siguieron,
un glaciar en mi cráneo:
no correspondidos,
pero aferrados a existir,
la revelación, punto por punto,
del por qué lo incondicional
del amor que me tiene mi padre
sólo es capaz de nacer en él,
no en otro hombre,
el final infeliz del cuento.
Mis relaciones, aunque distantes, con ellos
eran esculturas de barro frágiles,
mis defectos eran clavos
y mi inocencia era martillo;
no aguantaron los golpes,
se derrumbaron de pronto,
de (posibles) obras de arte colosales que intentaba crear
pasaron a ser cascajos
que no supe cómo hice.
Y entonces llegaste tú,
con un historial como el mío,
quitamos los cascajos,
los pasados,
los complejos,
y nos vimos de frente:
ahí sí que por fin
pudimos ser buenos artistas.
Chalico