«Y es al mundo a quien le compete dilucidar ese tipo de cosas.»
Con esta frase justifica Andrés Ortiz Tafur, autor de Caminos que conducen a esto (El Desván de la memoria, 2013), la actuación de «La mujer barbuda», uno de los muchos personajes insólitos que se mueven por este delicioso libro de cuentos sobre el que el mundo, o al menos la parte que ya lo ha recorrido, habrá dilucidado su valor.
Compuesto por tres bloques bien equilibrados («La manguera apaga-sueños», «Caminos que conducen a esto» y «Condenados a sentir»), los 24 relatos de este volumen nos sorprenden por su originalidad. Sus protagonistas son a veces irreales y estrambóticos (¿alguien ha llegado a ver en su salón a «El hombre de color azul cobalto, desnudo y de una estatura visiblemente inferior a la normal»?), en otras ocasiones tan normales como un padre «en chancletas y con una bermuda teñida de flores raras» que intenta recuperar una pelota; pero todos ellos se mueven en unas circunstancias que los superan, bien porque no lleguen a entender lo que ocurre (¿qué harán un hombre verde y un hombre rojo en «La cima de la montaña»?), bien porque no tengan el valor suficiente para enfrentarse a ellas (léase «El problema» siempre que no se tengan demasiadas dificultades con las erecciones diurnas).
En este su primer libro, Andrés Ortiz desgrana unas historias cortas y densas que no nos dejarán indiferentes. A caballo entre la realidad y la ensoñación, su discurso se desarrolla como «todo ese sinsentido (que) continuaría perteneciendo a la realidad improbable, altamente imposible, inexistente» para hacerse en su caso verdad, y verdad desmesurada, con un metalenguaje que debe mucho al cine y a la disección analítica de los forenses, pero lo suficientemente equívoco como para que quepan en él varias interpretaciones.
En efecto, sus relatos nos atrapan desde el principio por su axiomática rotundidad («Es un hecho que las manzanas azules no existen»); nos conducen por planteamientos tan extraordinarios que no podemos dejar de leer, incapaces, en nuestra sensata pequeñez, de encontrarles un final coherente. Sus historias zarandean, algunas por violentas, por la presentación de personajes marginales que de repente se hacen útiles a la sociedad («El cortador de cabezas»); la mayoría por su victoriosa locura o su innata ridiculez; otras muchas por presentarse sus protagonistas como fingidores (véase «Tramas») en una red o escenario del que no pueden desprenderse. O por describir con frialdad científica la desesperación que se esconde tras un intento sistemático de suicidio. Sin olvidar las voces muertas, que también se levantan y toman la palabra. Creo que necesito contar con los dedos de más de una mano los médicos, y en especial psiquiatras, que caminan por estas páginas; los enfermos y pacientes. Y los desesperados.
Me preocupa, quizás, que la mayoría de las relaciones que aparecen son dañinas (incluso entre madre e hijo), de sometimiento y mansedumbre, y de absoluto desprecio por los poderosos efectos de la tortura (léanse seguidos «Mano de santa» y «El tiro de gracia»). Eso ocurre especialmente en la pareja (como aquella que requiere de «Núñez-Cacho, gestión de desenamoramientos» o una «Eva tomando el sol» rechazando a todos sus pretendientes. O la de esos seres que comparten microrrelato en «Una naranja, medio limón» o se quejan hasta del tono de voz del contrincante), donde cada ser avanza como ríos en paralelo, corrientes que nunca llegarán a encontrarse, y eso me ha hecho volver los ojos a los títulos de cada parte. Una manguera apaga-sueños, la impresión de que sentir no es sino una condena, el neutro del pronombre al que, al parecer, nos conducen los caminos… ¿Es que acaso tanto trabajo que empleamos en vivir es para nada y situarse al borde de «El acantilado» (o atacar con un cuchillo al «otro yo que gravita alrededor de todas las cabezas») es lo mejor del viaje?
No lo creo. A alguien como Andrés Ortiz, dedicado a la canción y a la escritura, de rostro alegre y sabio, no lo vemos como al prototipo del desengaño. Quizás es más bien un visionario, un hombre que consigue como nadie captar los claroscuros de la modernidad, dibujarnos el mundo con ágil ironía, con fría irreverencia y excesiva rudeza, y, por qué no, hacernos reflexionar y regalarnos, para soportar la rutina diaria, «El brazo de lluvia».
Sabemos de buena tinta que su refugio serrano no le deja sosiego; que nuevas historias brotan de sus dedos y estos se reparten sin descanso entre las cuerdas de la guitarra y el teclado del ordenador. Que recorre sin prisa nuevos caminos que, estamos seguros, lo conducirán a un nuevo libro.
Esperamos ansiosos ese acontecimiento, y convencidos de que sentir nos condenará a su disfrute. Aunque, al final, sea al mundo a quien le competa dilucidar ese tipo de cosas.
Elena Marqués
Elena, excelente reseña que te deja con muchas ganas de leer el libro.
No te lo pierdas. Te aseguro que a ti, como gran escritor y lector de cuentos, te va a encantar.
Besos.
Sólo puedo darte las gracias, Elena. Y contante la verdad, que me siento orgulloso de ver que mis cuentos han calado en ti.
Un honor… Y un abrazo tan grande como el honor… o más.
Gracias!
Elena, estoy esperando a que venga por Madrid para ir a la presentación y que me firme un ejemplar. Y luego, más tarde, leerlo con calma y hacer una reseña. Aunque sea imposible mejorar la tuya. Gracias por los halagos.
Magnífica reseña de un libro cuando menos original.
Gracias, Manuel, por la parte que me toca.
A ver si puedo verte pronto por los Madriles, Angel.
Un abrazo y gracias.
El lunes voy a por el libro… Maravillosa reseña. Elena… Soy fan tuyo. Ya estoy celoso… No puedo esperar para descubrir qué opinas de Excéntrico. Desde luego Caminos que conducen a esto es atractivo desde todos los ángulos. Espero que tengas mucho éxito. Salud y mucha literatura.
Gracias, Juan. Espero que te guste y que alcance el nivel que comenta Elena.
Por cierto (un poco de publicidad), la manera más sencilla de hacerte con el libro es escribiendo a info@editorialeldesvan.com Te lo envían a casa sin sobrecoste alguno. Su precio es 12 euros.
Un abrazo.