Negrito.
Le decían Negrito, Negri, Juan José algunos. Nació estrellado, su vida fue un permanente fracaso, un cúmulo de sinsabores y desgracias.
Su madre murió en el parto y de aquel chiquillo con una pierna más corta que la otra nadie quiso hacerse cargo. Los que hubieran podido miraron hacia otra parte, su familia de Bilbao no quiso saber nada. Finalmente fue su abuela quien le crió y cuidó como una madre. Usaba unos zapatos ortopédicos, uno de ellos con una alta plataforma para igualar sus canijas piernas. Pero él se las arreglaba para caminar muy chulo y pinturero, no en vano era de raza gitana, una raza que ha regalado al mundo seres extraordinarios.
Empezó con los porros y las anfetaminas y luego dio el gran salto a la heroína. Se buscaba la vida como él decía en las calles de Sevilla, jamás hizo nada malo en su pueblo, en Pilas. Ingresó varias veces en la cárcel, en Mariano Benlliure número uno, recuerdo la dirección porque él me escribía cartas, éramos amigos desde mucho antes de que se enganchara al caballo. Me pedía que por favor fuera a ver a su abuela y que la llevara conmigo a la cárcel, tenía necesidad de verla, era la única persona que le había querido y cuidado sin condiciones. Así lo hice, llevé a aquella mujer decrépita en mi coche, acurrucada en el asiento de atrás, silenciosa, incapaz de hablar porque ya no le quedaba nada que decir.
Una tarde apareció en mi casa y me dijo que “tenía el bicho”, que había pillado el sida.
No mucho tiempo después me avisaron del hospital, se las arregló para dar algunos datos de mi que les permitió localizarme, por aquel entonces yo vivía ya en El Pedroso. Cuando llegué a verle tenía los ojos cerrados, estaba aparentemente dormido, pero en realidad viajaba al más allá, ya había cruzado la frontera definitiva.
Le llamé repetidas veces por su nombre: ¡Estoy aquí Juanjo, soy yo, tu amigo Máximo!
¿Usted es Máximo?, me dijo otro enfermo de sida que ocupaba la otra cama de la habitación. ¡Así que usted es Máximo, me cago en mi puta madre, ha pasado toda la noche llamándole, no me ha dejado dormir!
Su pecho desnudo bajaba y subía a un ritmo tranquilo, estaba muy delgado, se le marcaban exageradamente las costillas, pero había dulzura y paz en su rostro. Parecía Cristo afrontando la muerte, no creo que quisiera salvar a nadie, a él nadie quiso salvarlo.
(En estos días, no sé porqué, me he acordado varias veces de ti Juanjo, nunca podré arrancarme la espina de no haber podido hablar contigo antes de que te marcharas para siempre).
Máximo González Granados
Que bonita historia Máximo. A veces por poco que se dé a quien no tiene nada ni a nadie, ellos lo recordarán siempre. Seguro que estás en su corazón.
Un abrazo amigo 🙂