Había llegado a la oficina alrededor de las nueve y media, como otras mañanas, tras haber dejado a los pequeños en el cole, volver a casa, coger la moto y, Juan de Borbón abajo, llegar a la ofi. A las diez me llamó:
—¿Tienes mucho trabajo?
—El habitual —le respondí—. ¿Por qué?
—Necesito dar una vuelta por la playa, pisar la arena descalza…
—¡En unos minutos estoy allí! —le dije.
En poco más de cuarenta minutos paseábamos por LA mientras escuchábamos en el móvil a Sinatra y Elvis, cogidos de la mano.
La consciencia del momento nos impedía otra cosa que no fuera mirarnos y en su mirada escuchaba todas las quejas que no salían de su boca…
Con la firme decisión de plantar cara, con la resignación de tantas batallas perdidas, con el miedo, el miedo menos egoísta que haya visto, asomando por el fondo de sus ojos, de aquellos ojos de niña curiosa, inquieta, inocente, ilusionada e ilusionante.
Solo tomamos un refresco y volvimos a la ciudad, a la hora exacta para recoger a los pequeños, llenos de besos repletos de intención. Al llegar a casa se dispuso a servir la comida, como cada día, tras dejar la peluca, bien doblada, en su caja…
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Conmoción al final, tras lo que parece un hermoso paseo por la playa. Es difícil hablar y vivir con normalidad la enfermedad, pero el tacto de la arena y la voz de Sinatra son siempre un apoyo. Y, por supuesto, el abrazo familiar y cotidiano.
Precioso.
Un abrazo.
Gracias Elena, tu sensibilidad es infinita. Efectivamente, fue difícil convivir a tres, pero es mucho peor ahora, solo de ella…
Un abrazo.