Le persiguieron enloquecidas por calles, plazas y parques. Corrían tras él gritando, las bocas desencajadas, muy abiertas; los ojos fuera de las órbitas, las manos al frente, extendidas, en un desesperado intento por atraparle y quizás, engullirle. Casi tan veloces como él parecían no rendirse nunca, seguras de que era sólo cuestión de un poco más de tiempo. Y lo era. Doblaron una esquina y se adentraron en un callejón oscuro. Él resbaló y cayó de bruces sobre el adoquinado húmedo. Todo estaba ya perdido. Cuando le dieron alcance, se precipitaron sobre él. Le estrujaron y pisotearon. Le tiraron de los pelos. Le mordieron, golpearon y aplastaron su cabeza. Zarandearon su cuerpo. Chillaron dentro de sus oídos. Le obligaron a abrir los ojos. Cuando ya no se movía, una de ellas exclamó indignada:
– Pero, ¿qué es lo que le pasa?
Las demás, aún jadeantes, se separaron de él, le miraron con desprecio, desdeñosas, y antes de dar media vuelta, otra exclamó:
– Bah… Menuda decepción. Es mucho más simpático en la tele.
Susana.
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