Mi vida ha sido un continuo bajar y subir, ja, ja, ja; nunca mejor dicho. Lo mismo estaba en el cielo, bueno, en el quinto piso para ser más exactos, con una alta dosis de omnipotencia y narcisismo, que en el mismísimo submundo de la más despreciable autoestima, es decir, en el sótano. En este sisifiano trabajo que he realizado durante más de cien años, y del que no me quejo, vaya por delante, me ha tocado lidiar con una sinfin de personas, cada una con sus cualidades y defectos, o sea, de su madre y de su padre, como está mandado.
De entre todas, recuerdo, porque mi memoria no se ha resentido en absoluto, aquellas que de alguna u otra forma han dejado huella en mí. En este sentido en primer lugar se sitúan los niños de la vecina del segundo; unos cafres, que nada más entrar dejaban sus mocos pegados en mis pulcros cristales, que Juan, el portero, con mucho esmero y papel de periódico lustraba durante un buen rato hasta dejarlos con el brillo justo: ni más ni menos, ahora están perfectos, solía decir. Cómo olvidar a la Lolita, la hija de D. Genaro, el del cuarto, que cada vez que entraba a solas en la cabina, me enseñaba sus largos y prietos muslos cuando intentaba ponerse la costura de las medias en su sitio y que con gran habilidad conseguía antes de que entrara algún vecino. Nada igualable a Benita, la criada de Doña Susana, del tercero izquierda, que entraba con el cesto de la compra y dejaba durante un buen rato un espantoso olor a cebollas, que me asqueaba, y que gracias a Juan que echaba el spray con olor a lavanda medio se soportaba. Don José, militar retirado, gustaba de mirarse en el espejo para colocarse bien el sombrero y a la vez sonreía satisfecho con lo que veía, aunque yo soportaba cada vez más peso porque tras su retiro, año a año, cogía cada vez más kilos, que yo, como era mi obligación, soportaba sin que mis engranajes protestaran lo más mínimo. Un señor es un señor y yo he sido un ascensor de mucha categoría. Bueno, continúo con mis batallitas; mi preferida era doña Carmina, la vecina del quinto, cada vez que entraba frotaba mi barra dorada produciéndome un enorme placer y la dejaba tan limpia que cualquiera podía mirarse en ella. Doña Virtudes, que en paz descanse, la pobrecilla era muy mayor y usaba siempre el asiento tapizado en terciopelo rojo y mientras bajaba o subía suspiraba presa de la congoja que da el saber que estás en la recta final de tu vida. Y en esa misma recta me encuentro yo, bueno, ya ni recta, solo un punto. Dentro de unos instantes me desmontarán para colocar un joven colega de acero y cristal, muy moderno. Tengo que reconocer que he llevado una buena vida, rutinaria, pero bueno. Qué le vamos a hacer, me jubilan, hay que dar paso a la juventud. De manera que me dispongo a dar mi último viaje ¿quieren subir conmigo?
Maria José Moreno
Blog de la autora
Jo, María José, vaya relato exquisito. Me ha parecido magnífico; y ya sabes que, «a estas alturas» (y sin ascensor) no me «mojo» en halagos si algo no me parece digno de elogio.
Te felicito por la historia, por las pinceladas que nos acercan a los personajes, por la fluidez narrativa y por el final (un broche de tiempo en el que replegar la mirada hacia un horizonte incierto).
¡Enhorabuena! Gusto leerte.
Gracias Mercedes por leerme y por tus palabras. Ya sabes que te debo mucho.
Besos